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Andrea Castro
Photo Credits: James Evans ©

Aeropuertos

Una vez lo hice. Creo que fue en Frankfurt o sería Hamburgo. Me rehusé a cambiar de terminal por las bandas transportadoras y los pasillos, siguiendo los carteles amarillos que te llevan como de las narices. Me pareció buena idea caminar por afuera. Al aire libre.

Fue así como descubrí que los aeropuertos, afuera de los ventanales con los Free-shops atiborrados de perfumes, cremas y whiskys, negocios de marcas exponiendo sus mercancías caras y lujosas, cafés y restaurantes ofreciendo todo tipo de bebidas y comidas, son lugares muy hostiles. Si el lado de adentro presenta una escenografía cuidadosamente diseñada para el consumo de los privilegiados poseedores de pasaportes y visados, el lado exterior es el reverso de la fachada, donde predomina el gris y la ausencia de esas sonrisas que nos devuelven una imagen refinada de nosotros mismos. La imagen de viajero del siglo XXI.

Al salirme de la escenografía típica, pude darme cuenta de que nadie camina por el exterior de un aeropuerto. Son espacios poblados de camioncitos y ómnibus y carritos que tiran de vagones llenos de valijas. Las personas con chalecos amarillos trabajan de pie, o sentados en algún vehículo.

En ese espacio gris e irrespirable me hice invisible, me transformé en fantasma. Me pasaron un par de ómnibus con pasajeros, pero nadie me miró. Nadie me dijo tampoco que no podía estar ahí. Nadie me pidió el pasaporte ni me preguntó adónde iba. El camino era largo y no había carteles amarillos que me guiaran. En un momento tuve miedo de nunca volver a encontrar el camino de vuelta, de haberme quedado detrás del espejo, en un verdadero no lugar, un lugar fuera del espacio y del tiempo.

No estoy segura de cuándo habrá sido esto, pero dudo que se pueda hacer hoy, cuando el miedo y el control se han hecho aliados inseparables.

A veces pienso que lo debo haber soñado.


Photo Credits: James Evans ©

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