Llegué a Valencia un día de octubre del 2006, lista para vivir en una residencia universitaria dirigida por monjas. Para los que me conocen, saben que eso contraviene en muchas maneras mi manera de pensar, pero en aquel momento no tenía otra opción porque era el único lugar que había encontrado para vivir.
De ese momento, en el cual sobre Valencia sólo sabía que vivía cerca de la Redoma de Guaparo y cuál bus tenía que tomar para ir a la universidad, han pasado 11 años. Durante ese tiempo, Valencia me vio ser abogado, “mae” de flamenco, profesora de inglés, psicólogo, psicodramatista, adulta crítica, “escritora” (término con el cual tengo grandes conflictos, pero eso es un asunto para otro día), políglota, amante, novia, concubina, esposa, amiga de personas que jamás habría pensado conocer, conductora, soñadora… En resumen, me vio pasar de ser una niña que jamás había salido de su casa a ser alguien que tenía su propia vida lejos de la ciudad que la vio nacer.
Cuando llegué, pensé que sólo me quedaría los 5 años de mi primera carrera, luego que sería toda la vida, pero al final no terminó siendo ni una cosa ni la otra.
Es una ciudad de la que se dicen muchas cosas, tales como que sus ciudadanos son los más antipáticos y cerrados del país, que está llena de sifrinos (gente fresa o pija), que sus naranjas son dulces y sus hombres complacientes. Quizás algunas son más ciertas que otras, pero durante ese tiempo me enamoré 5 veces, de las cuales dos son personas de Valencia; así que tan malos no son.
En las semanas que llevo moviendo mis cosas de allá para acá, a mi lugar de origen, me sorprendí constantemente de las cosas que iban saliendo de lugares inesperados. Los recuerdos se esconden en cualquier rincón, y ultimadamente mudarse de ciudad implica tratar de recoger lo mejor que se pueda con la certeza de saber que una parte de nosotros se queda en el lugar que dejamos.
Pensé que volvería a casa, pero eso es una falacia. La ciudad que yo dejé en el 2006 ya no existe, ni yo soy la misma. “Volver” es una idea platónica que tenemos cuando vamos a algún lugar donde estuvimos antes. “Irnos” también es platónico. ¿Acaso en nuestra cabeza realmente nos vamos de los lugares? Las ciudades son lo que construimos de ellas: un lugar geográfico que se convierte en un estado mental donde cohabitamos con otros. Por eso es imposible volver a ellas, porque como dijo Neruda, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.
Me traje mis cosas, para eventualmente despedirme de una buena parte de ellas cuando en un par de meses me vaya del país (toco madera y hago toda clase de tonterías supersticiosas, porque “de que vuelan, vuelan”), pero en ninguna maleta cabrá mi vida en Valencia, porque esa la llevo en mi mente y corazón.
Por último, gracias por las historias. Trataré de hacerles el honor que se merecen al contarlas.
Photo Credits: Gerónimo Lagos Agüero ©