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alberto zuppi
Photo by: Angie Chung ©

Adiós Nonino

Cuando era chico me enojaba con Astor Piazzola. Fácil. No respetaba el 2 por 4 de Pugliese que para mí era básico, por clara sugerencia de mi padre, sostenía que era el único que sabía algo de tango junto con Troilo. ¿No había cantado él una vez con Pichuco? Así contaba, pero a lo mejor es parte de las mentiras que escuché cuando era chico.

Todavía recuerdo el día en que obligados fuimos con nuestro padre a jugar al futbol, que no nos interesaba, en un parque cerca de Avenida Libertador. Lo sorprendente, fue que de una casa de mármol negro, salió un tipo viejo, amarillo. Era Canaro. ¿Y quién era Canaro? ¿Cómo no saben quién es Canaro? Es lo máximo, gritó nuestro padre mientras lo mirábamos sin entender.

Pasaron los años.

De mi padre me distanciaron mucho más algunas cosas que su arrebatador amor por San Lorenzo y mi incondicional pasión por River, al igual de mi madre. No entendía cómo no podía sucumbir… esa es la palabra, con Adios Nonino.

En su versión primera, después del chamuscado palabrerío de cosas que se superponían, aparecía una melodía tumultuosa, demasiado profunda para el piano que sonaba o para la orquesta. De pronto el bandoneón, desgranaba lástima en cada compás, en un tumulto de cosas que sonaban y relucían escondiéndolo, hasta que volvía a llorar su canto, metódico, silencioso. En un momento se hace un relativo silencio y detrás del murmullo de cosas rotas se escucha la lágrima de ese bandoneón. Aparece una totalmente desubicada orquesta. Había campaniles al final y un tembloroso contrabajo. Un desastre.

Mi imagen de Piazzola estaba desfigurada. Había dado con un lamento, con un lloro de su instrumento y lo dejaba sucumbir por el estúpido alrededor.

¿Cuándo se daría cuenta?

¿Cuándo creería en lo que hacía?

¿Cuándo podría mostrarle a mi padre que sus ídolos eran inexistentes ante la magnitud que desbordaba?

La segunda vez que lo oí, había cosas raras. Rasgos de cuerdas sobre el bandoneón. Un violín totalmente desconectado haciéndose oír sin sentido. Una especie de bolero que se desgranaba sobre una melodía que se interrumpía por un violín desquiciado y el bandoneón retomaba la melodía original sin mucho más que decir. De pronto el violín exigía ser oído y un montón de ruidos inexplicables anticipaban lo único que valía. Pero era como una lucha contra unos enemigos. El violín ocupaba el carro vencedor para dejar llorar al bandoneón por compromiso al final, en un final que parecía salido de una sonata de Brahms.

Gracias a dios hubo una tercera vez, en el cual la voz del bandoneón se hacía oír y llorar, los contrabajos le marcaban los límites, y el piano y los violines anticipaban lo que venía. De pronto se desgranaba solo el bandoneón en la música original y aunque era recogida por toda la orquesta, (¡donde hasta había un arpa!) de pronto se escuchaban pedazos de bandoneón llorando. Al final se hacía la verdad, pero era poco para semejante monumento.

No era suficiente.

En 1984 Astor dejó a un pianista desvariado comenzar. Era muy de él probar cosas locas. Lo mejor fue cuando concluyó y dejó las notas colgando que recogería el bandoneón. Hoy lo veo casi sacrílego.

No había entendido nada, hasta que al final el bandoneón fue el que empezó a marcar todos los bordes. Un violín que era reminiscente de otros tiempos marcaba la música. Los que sabíamos esperábamos hasta cuándo. Podés hacer lo que quieras pero nunca serás bandoneón.

Al final de ese desvarío aparecía Astor, el magistral Astor, el genio Astor de todos los tiempos, el que duerme las fusas y las corcheas, el amigo que nunca tuve y hubiera querido tener. ¿Tanto tiempo tardaste en descubrir el monumento que habías hecho?

En la boda de Máxima en Holanda como futura reina, se oyó toda la monumentalidad de esa obra, aunque agregando un coro para que sonara como la Novena Sinfonía. Pero empezó solo con bandoneones. Un holandés tocaba al piano sin entender nada mientras el bandoneón gritaba, graznaba, susurraba que quería ser el único oído. Ojalá lo hayan escuchado.


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