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Luis Sepulveda
Photo by: stockicide ©

Adiós Luis Sepúlveda

Miles y miles son los muertos que está dejando la pandemia en todo el mundo. El virus les ha robado el respiro, poco a poco, con constancia y terquedad, hasta lograr arrancarles el último aliento. Luego la nada. Esa persona que hasta hace pocas semanas reía, soñaba, compartía con familiares y amigos, desaparece. Su voz se transforma en silencio.

Cuando esa voz pertenecía a una persona que hubiera podido ayudarnos a reflexionar y luchar por repensar el mundo, para reconstruirlo mejor, ese silencio deja un hueco cuyo eco supera las fronteras de sus allegados e invade los espacios de todos.

Luis Sepúlveda ingresó en un hospital de Oviedo, el pasado febrero, tras haber contraído el Covid-19. En ese momento dimos por descontado que lucharía y ganaría su batalla contra la enfermedad. No podíamos imaginar un desenlace diferente. Su voz hubiera sido aun más importante después de haber transitado por el infierno. No fue así. El Covid-19 arrancó su último aliento el pasado 16 de abril a las 10:18 horas.

Ahora toca a nosotros llenar su silencio, evitar el olvido. Luis Sepúlveda fue mucho más que un gran escritor. Fue un hombre de sensibilidad profunda y gran humanidad. En los escritos volcaba sus ideas, sus ansias de justicia, su amor por la naturaleza, la convicción de que los grandes mensajes pueden llegar a través de una fábula. Nadie era demasiado pequeño ni demasiado grande para Sepúlveda. Sus palabras llegaban a todos, sin diferencia de edad.

Los adultos pueden leer entre las líneas de un cuento como Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar el respaldo, que Sepúlveda manifestó públicamente, hacia las adopciones de parejas gay o de singles, al considerar que lo único que importa en la relación entre padres e hijos son el amor y la responsabilidad. Un niño disfruta del placer de la imaginación, sabe que el amor no tiene límites e intuye que no hay diversidad que impida la amistad.

Sepúlveda luchó con Allende por un mundo mejor, más justo, más solidario. En esa época era muy joven. Encarcelado por el régimen de Pinochet, transcurrió dos años y medio en las prisiones de la dictadura y se salvó gracias a la intervención de Amnesty International. Transcurrió un año en clandestinidad y se unió a una misión de la Unesco para estudiar el impacto de la civilización en los indígenas Shuar quienes viven en la selva entre Perú y Ecuador. Tras esa experiencia escribió su primera novela, la que lo llevaría al éxito en diferentes partes del mundo, Un viejo que leía novelas de amor. Es una historia que ondea entre dos mundos, el de los indígenas y el de los blancos. En ella vierte su amor por la literatura, su convicción del poder curador de la lectura.

Sepúlveda no permitió al tiempo y a la vida destruir al niño que llevaba dentro de sí y mucho menos al joven que había luchado por unos ideales.

Nunca dejó de creer en la posibilidad de construir un mundo mejor y una relación diferente con la naturaleza y con los animales.

Su último libro Historia de una ballena blanca permite a la ballena blanca narrar su versión de la historia, distinta de la que contaron siempre los balleneros. Él que había transcurrido varios meses en un barco de Green Peace que trataba de evitar la matanza de ballenas por parte de los japoneses había aprendido el lenguaje de esos animales, nobles y austeros. Volcó esa experiencia también en la novela El mundo después del mundo.   

Cada libro de Sepúlveda, desde los cuentos hasta sus novelas noir, contienen un mensaje. Creía profundamente en lo que escribía y solía repetirlo cada vez que podía.

En una Feria de Libros en Italia dijo: “… la última revolución que hay que hacer es la del imaginario colectivo. Imaginar cómo debería ser la sociedad que queremos para nosotros y para las futuras generaciones. No una sociedad sustentada solamente en el lucro, en el individualismo irresponsable, en el poder del más fuerte que destruye al más débil, sino una sociedad justa que sea de ciudadanos y no de miserables consumidores”.

Hoy más que nunca necesitamos reflexionar sobre esas palabras. Hoy más que nunca sentimos el deber de repetirlas, de evitar que se diluyan en el olvido.

Es el compromiso que asumimos mientras decimos, con profundo dolor, “Adiós Luis Sepúlveda”.


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