B57 to Red Hook: Existe la magia en un recorrido de autobús que entre semáforos se crea infinito. Atravesando medio Brooklyn de norte a sur, de Bushwick to Ikea passing by Flushing preguntándome si me metería en problemas si llegase a caminar topless por esta zona (si no saben a que me refiero, pues es el vecindario donde viven los judíos ortodoxos y el topless en NYC es legal) seguido de Bedstuy, Clinton Hill y otras Hills hasta que llegas a los galpones donde venden los legos suecos para adultos, funcionales y baratos, has viajado aproximadamente una hora en la cual la variedad de pasajeros y vecindarios te han hecho entrar en un estado de meditación urbana. Me pierdo entre carros, rostros y letras de canciones que nunca había escuchado realmente, en el beat de una campana y un coro que dice: “¿Oh, qué será?”, por primera vez le presto atención a una canción que he visto bailar y corear, no sé bailar salsa y tampoco escucho salsa con frecuencia. Creo que la salsa es como ciertos alimentos, tienes que tener cierta madurez para disfrutarlos de verdad que no tiene nada que ver con la edad. En mi caso, la apreciación de este género musical ha ocurrido poco a poco y curiosamente aquí en Brooklyn. Hay días en que no hablo español y de repente camino a casa escucho al Héctor con su periódico de ayer, una Celia y su carnaval o a Willie y sus fantasmas. Las trompetas que anuncian el paso de las voces acompañadas de las sombras de campanas con acordes de piano que se juntan en el arrebato de los timbales, es el estallido del ritmo que mi cuerpo no asimila regocijándose en un tapping tímido, daydreaming en la poesía de las letras. De qué cuanto de lo que se baila se escucha seriamente, de lo que no se baila no se escucha o de lo que se descubre a través de la música en un recorrido largo. De que no quiero escribir de la primavera porque me cachetea con su falso florecer y vientos que me arrebatan lágrimas. De que New York te abraza mientras te golpea, entonces te vas por unos días fuera de la ciudad, pero es tan adictiva que cuando abres los ojos en el autobús que te trae de regreso y ves que estas en Newark, sientes un gran alivio al empezar a ver los rascacielos, mágica ciudadela de sueños dorados, capital de desilusiones, estas en casa, necesitas tanto al MTA con sus hobos, delays, planned work, vómito trasnochado, b-boys pidiéndote dinero al mediodía, todo vuelve a tener sentido, locura valiente, belleza turba, el ciclo del newyorkino, no sé ni cómo ni por qué me lleva embrujada. Veo las caras desgastadas de los pasajeros, no sé nada de ellos, es St. Pat’s, algunos visten verde y sombreros que dicen “Lucky”, el bus se va quedando vacío, mi parada es la última. He atravesado tanto en una hora de bus que la columna empieza a reubicarse con la peor postura. Mis pensamientos han creado puentes, avenidas, dudas, poemas, sudores nerviosos, alucinaciones, que no tiene concepto y nunca tendrá, que no tiene censura y nunca tendrá y le falta sentido. La parada esta cerca, pausa, guardar los audífonos, hay que regresar del viaje en el viaje. El viaje de la salsa, más allá de mi origen latino es el encuentro con el idioma. El idioma bien hablado o mejor dicho bien cantado que recorrió todas las arterias viales de mi cuerpo mientras el aviso se iluminaba con un STOP REQUESTED. No sé nada sobre baile o salsa, pero el único gesto es creer o no.