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Fabián Soberón

ABC

A Máximo Mena y Gabriel Bellomo

Gabriel Bellomo entra parsimonioso. Deja el saco sedoso y claro en el respaldo cuadrado y se sienta. Me mira, silencioso. Noto que llega sin estridencias, sin haberse perdido. Le consulto por la caminata y me explica que no hubo problemas con el tránsito, que las calles de la ciudad están atestadas de buenas personas.

Al rato llega Maxi Mena y nos saluda, con afectuosidad y desenfado, lleno su rostro de alegría contenida. Habla de la facultad, de los alardes de los estudiantes, de la rara brisa que corre por las calles, insumisas y paganas.

El bar, vacío, a la espera de la concurrencia vana, tiene las paredes descascaradas y el solaz tierno de los lugares abandonados. El largo ventanal deja el paso mudo al suave y rojo cono de luz que aumenta la hermosa soledad.

Al fondo de la descuidada barra, hay una foto antigua que guarda los años estrepitosos de un pasado con un raro esplendor. La mujer tiene la cara blanca, llena de polvo blanco y un rouge pegajoso y barato en los labios finos. Se llama Ágata Galiffi*. Cada vez que entro al ABC veo esa foto y se me desmorona la conciencia. Siento la acumulación del pasado, como decía Borges a propósito de un asunto inmortal.

A pesar de la emoción por el reencuentro, Gabriel se queda callado un rato. Con las manos en los bolsillos, repasa, supongo, los últimos movimientos del día, las salidas futuras e inexplicables, algunas líneas de su última novela y la rara posibilidad de estar en Tucumán.

Tal vez para romper el silencio, pido un café con leche. El mozo camina con lentitud, midiendo cada paso, como si esperara que el tiempo se detuviera.

Maxi está expectante, supongo, pero prefiere el silencio. Él espera que Gabriel diga algo y yo me adecuo a esa espera. Por fin, Gabriel se despierta de su breve letargo y cuenta que ha estado con un taxista que le ha hablado de los males del hombre.

El taxista había empezado a trabajar en una empresa telefónica después de que se divorció de su mujer. Sacaba y ponía cables, arreglaba antenas, quitaba los conversores y no sé qué otras cosas más, dice Gabriel, al principio con cierta parsimonia ajena a los avatares de Buenos Aires. Un buen día se subió al techo de un octavo piso, a la terraza del edificio. Me dijo que la ciudad se veía espléndida pero que era un trabajo arriesgado. Mientras pensaba en la cara de su hijo y disfrutaba de la vista panorámica, incomparable, se tropezó en el escalón de la escalera y se cayó. Se quebró una pierna, estuvo internado un mes. Su hijo vive con la madre en Suecia y no tiene a nadie más en el mundo. Sus padres murieron durante la época de la dictadura y los hermanos están desaparecidos. El taxista quedó tirado, solo, en medio del ruido lejano de la noche, al amparo del viento y de la soledad oscura. Fue rescatado por un vecino, con las luces opacas que se subían como enredaderas por las columnas vacías del edificio. El vecino subió cuando vio que pasaban las horas y el empleado que había subido no daba ninguna señal. Lo bajó en andas, como pudo. Él gritaba como un chivo y lo llevaron al hospital público. Dice que nadie de la empresa lo visitó en los días de la internación. Y, para colmo de males, lo despidieron. La empresa no se quería hacer cargo de nada. Él era un obstáculo y se tenían que sacar de encima al muerto, como se dice.

Todo eso te contó el taxista, pregunta Maxi, fascinado con la historia. Yo escucho, también, pero no puedo dejar de mirar la foto de la Galiffi que preside nuestro encuentro como una santa en una misa pagana y estéril. Hago un sorbo del café con leche y el ruido de mi boca no interrumpe el relato, ahora menos lento, de Gabriel.

No termina ahí, retoma. El hombre salió del hospital con una ayuda para caminar, con una muleta de madera pesada, imposible de soportar. Estaba sin trabajo. Su pequeño hijo no sabía nada de su vida y quizás pensaba que su padre había desaparecido o que había decidido abandonarlo a la distancia. Para mejorar el dolor y la soledad, se metió en un bar viejo y se tomó cinco vasos de vino. Entonado, soberbio, menos cobarde, se perdió en un burdel de los suburbios. Al entrar vio que un brasero desprolijo y estrecho guardaba la llama pálida del fuego que apenas iluminaba el rectángulo pobre. Había pocas personas y todos eran hombres. Una única parejita se escondía en la negrura relamiéndose en la esquina. Llamó a las candidatas y se decidió por la más flaca. Cuando se estaba quitando la ropa, la mujer lo miró con asco y le dijo que se arrepentía de haberlo hecho pasar. Dijo que los cojos y los accidentados le daban asco. El taxista la escupió y ella gritó como una loca y ahí nomás aparecieron los controladores y lo echaron a patadas. A la fuerza, volvió a la noche llena de estrellas y caminó con un dolor incontable en la pierna y con la pesadumbre inconfundible de los fracasados. Enojado con la vida, se subió a un colectivo y se bajó en la esquina de la casa. Cuando estaba en la puerta, lo asaltaron.

Esto es peor que una película de terror, digo, y Maxi esboza una sonrisa tenue. Gabriel está, ahora, envalentonado. Le hago una seña al mozo para que prepare una picada. Viene con una bandeja que protege la amable picada, abultada por el rojo carmesí del salame y el aroma picoso y ácido del queso gruyere, las aceitunas brillantes y la mayonesa que desborda el recipiente blanco.

Maxi levanta, silencioso, un pedazo de pan y posa, lento, el queso en la frágil rodaja. Gabriel no para de hablar, atragantado con la historia y emocionado con la posibilidad de inventarla al mismo tiempo que la cuenta. Los escritores no pierden la oportunidad, pienso, y siento que Gabriel está escribiendo cuando habla, está dibujando los trazos futuros de un cuento que aún no escribió.

Levanto la rodaja brillosa y roja de salame y muerdo. La noche ha empezado a andar, sigilosa, y las cosas han cambiado su leve fisonomía. El ventanal ya no entrega la pesada luz de la tarde sino el brillo tenue y escaso de los faroles exteriores. En mis manos y en la piel brillosa del salame percibo el haz opaco de la luz violeta que se disgrega. Sin ceremonias previas ni anuncios anticipados, Maxi se para, tranquilo, y empuña la máquina de fotos como si fuera un arma. No habla. Apenas si murmura un propósito, que nadie escucha. Gabriel lo mira, atento, tratando de adivinar lo que sigue, después. El mozo también mira, más preocupado, mientras el vacío se empecina en el bar y las mesas dejan escapar un antiguo brillo de abandono. No hay nadie. Yo empiezo a pensar que todo esto fue una trampa, que tal vez estamos aquí para seguir la urdimbre secreta de Maxi que ha planificado todo como si nosotros fuéramos piezas ocultas de un ajedrez desconocido.

Le pregunto a Maxi qué le pasa, y él me hace una seña corta con la mano, como desentendiéndose, e interpreto que el breve movimiento de los dedos dice que por el momento no hable y que espere. No hay violencia en el gesto de Maxi pero sí hay un pedido sutil, casi una súplica. Supongo que no quiere que le arruine el plan, o lo que yo creo que es un plan pergeñado en el silencio de la siesta, o bajo el peso admonitorio de la admiración. Lo miro a Gabriel, como diciendo que no entiendo. Gabriel, pasmado, hace un movimiento con los hombros, como una muesca de sorpresa. Maxi ya está al lado de la barra y habla con el mozo. Éste hace un mohín tímido con el cuerpo, afirmando algo que no puedo escuchar pero que Maxi seguro escucha, ya que lo tiene al mozo a su lado, como un poste de luz, erguido, firme y seco.

Maxi estira la mano y prepara la máquina, como un cowboy. Se para, rígido, calcula el ángulo, y apunta a la foto de la Galiffi. Ahí recién entiendo para dónde va. El mozo camina hacia la puerta. Se aleja lo más que puede de la barra. No quiere aparecer en la foto. Maxi saca una foto de la foto y la guarda para el recuerdo. Después nos pide que nos paremos, cerca de la barra, y se aleja. Estudia la posición de los cuerpos, calcula, como un matemático de la luz, el fondo y las formas, y después hace un gesto con el brazo, como el arquero acomoda a los jugadores en la cancha, antes de un tiro libre. Gabriel sonríe, asombrado, y hace caso. Ya estamos mirando hacia la puerta de salida con el sucio haz violeta en la cara cuando escucho el sonido de la cámara y veo, apenas, la sonrisa de Maxi.

Nos sentamos. Pasa la cámara como un trofeo. Tiene la foto de la Galiffi de fondo con nuestras caras en primer plano.

Esta es la mejor del día, anuncia, orgulloso.

Nos reímos, cómodos. Maxi cuenta una historia suave y triste sobre la mujer hermosa y pálida de la foto. Gabriel escucha con interés. Seguramente está pensando en escribirla. O al menos eso creo. Ya conozco la historia porque Maxi me la ha contado antes, muchas veces. Obsesivo, entusiasmado con las luces viejas de una mujer ausente y perdida en el dinero, Maxi señala hacia la barra y compara su foto con la realidad.

En la foto de Maxi, el brillo es más intenso y la aureola violeta se mezcla con el tono amarillento y parece que el pasado es más hermoso y extraño que la vida.


*Ágata Galiffi fue una mafiosa argentina. En los años treinta construyó un túnel para robar un Banco en Tucumán, al norte de Argentina. Su plan fracasó y fue recluida en un Hospicio de alienados.


Photo Credits: Marco Valtas

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