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Paola Herrera cronica
Photo Credits: Holly Lay ©

A Woman

Cuándo Elisa no sabía qué hacer, sabía que decir para no mostrarse vulnerable y frágil. Repetía que alguien incapaz de defenderse es solo una lágrima rota en una camisa vieja. Sí, hablaba despiadadamente como si estuviésemos mirando alguna película de asesinos seriales, como si la vida fuese una escena de Silent Hill. Elisa también me hablaba de sexo como todos deberíamos hacer, sin tapujos, con pasión, con efervescencia y deleite. Me decía que antes de llegar al orgasmo había que llegar al infierno. Yo le reprochaba su idea y le decía que eso no tenía sentido. Ella me miraba a la cara y contestaba: «Niña crece que los cuentos de hadas solo existen en las hojas de papel».

Tan fría que me generaba curiosidad su frivolidad. Elisa era una mujer como cualquier otra si la mirabas sin hablarle, si la observabas sin compartir con ella, pero si una vez lo hacías entendías que era una mujer como ninguna otra. Físicamente sus atributos eran sencillos, aunque puedo destacar que sus ojos miel iluminaban una calle sin farolas en un invierno atorrante; sin embargo el resto de sí misma la volvía una más de tantas. Si no articulaba palabra porque, cuándo lo hacía, el mundo comenzaba a temblar, yo me cuestionaba mi existencia una y otra vez, e iba a casa pensando: ¿Estoy realmente viviendo? O ¿Sigo dormida? Y me miraba en el espejo repitiéndome que esa que estaba viendo ahí al frente, desnuda, era yo y que lo que decía Elisa solo eran utopías y malditas ganas de joderme la vida.

Elisa, su nombre en la boca de todos se escuchaba normal, como una melodía sencilla, sin tanta sonoridad que pasaba desapercibida en un estribillo, pero en mi boca sonaba a dulzura. Era un nombre que me sabía a cerezas en almíbar, que me recordaba las golosinas de mi infancia cuándo sonreía sin aflicción. Una noche, en su departamento mientras comíamos milanesa con papas y bebíamos vino, me confesó que le atraía mi manera intransigente de ser, que a veces conversando conmigo olvidada lo hija de puta que era con el mundo y recordaba que alguna vez supo querer y quererse. Yo por mí parte me aferraba al silencio, me incomodaba esa manera de ser reflexiva. No sabía qué decirle, así que le daba la mano a la ignorancia y sencillamente le sonreía con los ojos. Ella no exigía respuestas de mi parte, yo no obligaba a continuar la conversación. Éramos dos ahí comprendiendo todo sin decir nada. Fluía su tiempo con el mío sin saber cómo, porque éramos distintas.

Sucede con regularidad que existen personas con las cuáles las conexiones fluyen sin explicación, corren como agua en río y lo bonito de ello es que encuentras complicidad en un cuerpo sin más, solo permaneciendo. Elisa me enseñó que para desnudar a una mujer solo debes conocer el punto clave de su derrumbe emocional porque -agregaba- las mujeres son difíciles de descifrar. Me repetía: Pequeña, lo único que debes conocer de nosotras es que sabemos ocultar la verdad tan perfectamente que da miedo. Por naturaleza somos inteligentes, calculadoras e histéricas, sin embargo somos lo mejor del mundo y me susurraba al oído con aliento a licor «nunca lo olvides». Mi piel se erizaba y el poco alcohol que había consumido de pronto hacía presencia. Siempre me despedía a tiempo de sus provocaciones y ella, sin un pelo de tonta, se reía de mis actuaciones vergonzosas antes de marcharme.

Cuándo le hablé del amor fantasioso que tengo con una artista argentina, miró al techo con decepción, y me preguntó:  ¿Hasta qué punto eres una mujer y hasta qué otro eres una niña? y yo le dije: “Soy una mujer que cree en lo que ya no cree nadie, sobre todo en el amor”. Se levantó de la cama, fue por un vaso de tang, regresó y me expresó con un tono nostálgico: «Ojalá no fueras tan yo a tu edad, pequeña». Ese día me quedé a dormir con ella, me sentí protegida, como si el calor de hogar me hubiese venido a visitar. Antes de cerrar completamente mis ojos, escuché su respiración de dolor, sentí su aura de añoranza, percibí sus cuestionamientos internos y, tal como ella me había enseñado, percibí el punto más débil de su derrumbe emocional. Aunque no era el momento, se dibujó una sonrisa en mi cara porque era hora de que dejara de intimidarme y de que yo comenzara a intimidarla.

¿Qué sucedió? De Elisa no supe más, fue como un fantasma que se sentó a mi lado a hablarme de cosas de las que no me había hablado nadie y de pronto ya no estaba. Se había esfumado, me había abandonado, se había ido sin despedirse. Solo recuerdo que no me invitó más a su departamento, que empezó a ignorar mis llamadas y mensajes, que no quiso mirarme a la cara, que no le apeteció hablar de rock y de cultura general, que se aburrió de hablar conmigo de mujeres y de enseñarme cosas que no sabía. Se cansó de que el sexo fuera conmigo la teoría de una materia y no una acción. No le agradó que le recordase que más allá de toda la pérdida de tiempo en realidades sosas, habíamos encontrado la paz y dado muerte a la mierda con amor y sus derivados. Que un beso es solo un beso si no es la saliva de la persona que amamos, que la intimidad de dos cuerpos es solo intercambio de fluido si no es con la persona que amamos. Que la vida es solo un paisaje y no un camino si no la compartimos con las personas que amamos y nos aman.

Querida Elisa, sea dónde sea que estés, sepas que quererme no era un pecado y permanecer en mi vida tampoco era una obligación. Pero ojalá te hubieses quedado.


Photo Credits: Holly Lay ©

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