Las primeras veces que bajé en Grand Central para ir a trabajar, no nos engañemos, me sentía un poco Juan Camaney. Llevaba menos de un mes aquí y había aprendido a amar la línea verde del metro. Caminaba intentando seguirle el paso a la gente, fingiendo que andar con prisa por ahí a las ocho de la mañana era, también para mí, lo más natural del mundo. Subía las escaleras muy decidida y me aventuraba sobre Madison (a taconazos, faltaba más) hasta llegar al piso 14 del edificio donde todavía trabajo. Ahí me plantaba frente al grupo variopinto que forma el equipo de edición y traducción, soltaba un ensayadísimo good morning y esperaba muy satisfecha el murmullo ininteligible que me devolvía los buenos días en un inglés con acento coreano, japonés y chino.
Me tardé como mes y medio en darme cuenta de que no había ninguna necesidad de bajarme en la estación central y atravesar avenidas y calles a pie, con las primeras brisitas gélidas de octubre cortándome la cara, cuando la línea amarilla me dejaba a medio minuto de mi destino. Fue un descubrimiento por demás inútil, ya que para esas alturas había terminado mi «entrenamiento» y empecé a trabajar desde casa. Lo que nunca le confesé a quien me iluminó sobre la cercanía de la línea amarilla es que, los últimos días, seguí bajando en Grand Central, caminando a lo tonto por una Madison cada vez más fría. Por mamerta, dirán algunos. Por tarada, opinarán otros. Por cobarde, los corregiré yo, a todos. Sépanlo: me aterrorizan los cambios y me aferro con los dientes a las pequeñas rutinas.
Dos años después estoy de regreso entre el equipo editorial, ahora de tiempo completo e imprimiéndole acento latino al murmullo que saluda en lunes. Dos años después uso la línea amarilla del metro, que ya no me da miedo porque he aprendido a amarla incluso más que a la verde y porque, en menos de tres meses, he tenido que enfrentarme a otros cambios. Acabé el máster, me volví oficinista, me mudé a Astoria y no me quedó más remedio que cambiar hasta de marca de cereal: no alcanzo las repisas altas del nuevo súper (para que luego digan que ser de este tamaño no es un problema).
Un poco abrumada, quise aferrarme a otras recurrencias en mi día a día. Me acostumbré al homeless que, tumbado cuán largo es y envuelto en varias cobijas, desayunaba y leía el periódico en la estación de Times Square, mientras los demás pasábamos corriendo a su lado, como invadiéndole la cocina. Me daba risa el predicador que repartía folletos en la esquina de Broadway y la 40. Después, el trabajo: café malo, juntas con el equipo de diseño, discusiones sobre la manera más prudente de traducir «culotte» o las terribles implicaciones de escribir «chaqueta de camionero». Y luego, de vuelta a casa, Brandon, el junkie incansable de la línea amarilla (me niego, señores de la RAE, a usar «yonqui»). Todos los días, alrededor de las seis de la tarde, Brandon recorre los vagones de la línea N, dirección Astoria-Ditmars. Se disculpa por importunar al personal y, después, siempre con la misma entonación y las mismas palabras, explica que ese día cumple 27 años. Jura que tiene una identificación para probarlo y dice que lo único que quiere es un boleto de autobús para regresar a Montana. Ahí, aclara, lo espera un amigo dispuesto a ayudarlo. Reciba dinero o no, Brandon sale siempre del vagón mentando madres (None of you guys give a shit!) y yo miro a mi alrededor y me pregunto cuántos de los pasajeros podrían repetir, como yo, el discurso de Brandon de memoria.
Estaba casi tranquila con mi nueva cotidianidad hasta que, hace un par de días, al ir caminando con mi amiga Sara, me atacó una señora china. Iba tirando de su carrito de latas y algo en mí le molestó: mi manera de andar, mi voz, tal vez mi idioma. O, a lo mejor, sólo mi presencia invasiva y extranjera en su cotidianidad. Empezó a maullar (no sé si sea ésa la forma que tienen las señoras chinas de expresar descontento) y quiso pescarme del brazo. Sara y yo dimos un grito cada una y salimos corriendo. Pero una parte de mí, para qué les digo otra cosa, comprendió los maullidos.
Al día siguiente noté, con angustia, que el mendigo de Times Square ya no estaba ahí. Como tengo la teoría de que esta ciudad –algunas veces– habla, al doblar en Broadway me acerqué al predicador para ver lo que decían sus folletos, que siempre supuse avisos sobre la inminencia del fin del mundo. El fin es, en efecto, inminente: llevo tres meses rechazándole al buen hombre propaganda de Duane Reade. Así, de golpe, desaparecieron mis nuevas certezas y asideros. Quise, también de golpe, que Brandon dejara de cumplir 27 años y volviera, rehabilitado, a Montana. Esta ciudad –me queda claro– va a quitarme los miedos a punta de maullidos y falsos profetas.
Eso sí: tampoco esta vez agarré un folleto. Me gusta el Rite Aid que tengo en la esquina de casa.