Ahora que ViceVersa festeja su aniversario y, con ella, estos Tacones, me ha dado por pensar (qué cosa más trillada) en el tiempo. Pero así es una, adicta a los ciclos y a los finales redondos. Advertidos están, señores: al que quiera seguirme, lo invito a un flashback.
Tengo nueve años y empiezo segundo de primaria. Estoy, con el resto de mis compañeros, en el patio de la escuela. Nos tienen formados por estaturas (yo, desde luego, hasta adelante), con las manitas sobre el pecho para saludar a la bandera y entonar el himno nacional. Al terminar los honores, miro a mi alrededor (un mar de caras de sueño, uniformes azul pitufo y pelos parados a base de Xiomara) y me asalta una de las primeras certezas de las que tengo memoria. Giro con solemnidad sobre mis zapatos ortopédicos y me doy la vuelta hasta quedar frente a mi amiga Erika que me mira expectante, casi como si supiera que estoy a punto de decir algo histórico. Y lo digo: ¿Sabes qué? Creo que ya somos más maduras. Erika lo medita un segundo y después asiente; está de acuerdo.
Claro que éramos más maduras, si hasta podíamos adivinar el futuro en cucuruchitos de papel:
– Uy, te casas ya bien grande, a los 28, y vives en una choza con siete hijos.
– ¿Cómo choza? Yo quería mansión, o de perdida casa.
– Te aguantas, di que mínimo te casaste.
A Erika y a mí nos gustaba Toño, así que en las fiestas de cumpleaños nos metíamos a la alberca para pellizcarle las piernas por abajo del agua (estarán ustedes de acuerdo en que como estrategia de seducción era infalible). Jazmín quería con Gustavo y aseguraba en todos los chismógrafos (sin necesidad de que el propio Gustavo estuviera de acuerdo) que era su novia. Mariana y Claudia le echaban ojitos a los de secundaria cada vez que cruzábamos el patio corriendo, aterrorizadas ante la inminencia-de-muerte-por-balonazo. Un día nos pasaron el chisme de que Carlos, que tenía once años, me iba a llegar en el segundo recreo. De inmediato dejó de gustarme Toño y, aunque al final la diferencia de edad pudo más que nuestro amor, Carlos y yo fuimos novios una semana completa. La adultez, comprenderán, estaba a la vuelta de la esquina.
Me ha costado un par de décadas aceptar que, inexplicablemente, la de los cucuruchitos no era una ciencia exacta. Cómo han pasado los años, parece que fue ayer, las vueltas que da la vida o [inserte aquí el cliché de su preferencia]. Por suerte me ahorré la choza, pero sigue sin parecerme descabellado intentar pescar un galán por abajo del agua.
Sea como sea, este viajecito en el tiempo era nada más para contarles de otra certeza demoledora que tuve hace poco. Paseando por Riverside Park vi unos columpios, y me acordé de lo mucho que me gustaban por la época en que le pellizcaba las piernas a Toño. ¿Te quieres subir?, me preguntó el poeta. Y quise. Nos columpiamos mientras él, que además de poeta es un ser bastante intrépido, intentaba enseñarme a saltar desde el columpio en pleno vuelo. No tuve los tamaños para dar el salto, pero estuve un buen rato columpiándome entre carcajadas, con mi vestido de flores volando y enseñando alegremente los calzones, cosa que jamás me habría permitido a los nueve años. Entonces lo supe. La madurez está -ahora sí- a la vuelta de la esquina.
Photo Credits: Jon Bunting