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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

La chistera encantada

Julia trabajaba en La gaceta mercantil desde hacía tres años. No soportaba a su jefe, quien tendía a ridiculizarla delante de sus compañeros y a insultarla a la primera de cambio. Era un muerto de hambre emocional que ensalzaba al inepto y defenestraba al brillante, como la mayoría de los empresarios de un país en donde la envidia es el deporte nacional. Julia había conseguido que la cambiasen de turno para no tener que lidiar con él, aunque le amargaba la vida desde la distancia. Su existencia se había caracterizado por una dicotomía en pugna constante. Llamaba la atención por su preparación e inteligencia, pero precisamente lo que en otro entorno hubiesen sido virtudes se habían convertido en su perdición, tanto en su actual oficina como en su interior. Le molestaba ser como era. Algunos de sus amigos decían que tenía los ojos gastados de tanto mirar, quizá de observar la porquería que le circundaba, de ahí que el amor para ella se limitase a seguir la corriente de la mayoría para dejar al corazón a salvo. Solía escribir reportajes sobre economía y finanzas, artículos ásperos en los que no se implicaba a sí misma. Al trabajar de noche, no interactuaba con el resto de reporteros. Cuando era adolescente, en la escuela, escribía relatos y obras de teatro. Otorgaba diferentes papeles a los miembros de su familia y el día de Nochebuena preparaba una función especial para deleite de sus abuelos. De todos modos, había abandonado su afición por la literatura. Aquel día se encontró sobre la mesa un encargo peculiar.

– ¡No entiendo cómo es posible que me hayan encargado a mí este tipo de reportaje! No soporto a los niños, me dan alergia. Son demonios en miniatura.

Julia cogió un folio y lo leyó en voz alta.

– Aprovechando el Día Internacional de la Infancia quiero que prepares un reportaje completo sobre todo aquello que hace felices a los niños de hoy en día. Navega en tu interior y saca la niña que llevas dentro. Lo quiero a las nueve.

Tenía solo 31 años y no quería ser madre, lo tenía claro. Sus padres se habían separado cuando ella era una niña y nunca había visto amor en casa. Tampoco discusiones ni malas contestaciones. Simplemente, desgana y abulia.

– ¿Navega en tu interior y saca la niña que llevas dentro? Creo que voy a dejar este trabajo. 

Muchas veces, cuando paseaba por la calle, notaba que la gente la observaba. Su primera reacción era de orgullo. “¡Soy tan guapa que todos me miran!”, pensaba. Pero a los dos segundos se percataba de que los viandantes la contemplaban con expresión extraña porque estaba hablando en voz alta consigo misma en medio del paso de cebra. De vez en cuando cambiaba el idioma y subía o bajaba el tono de voz. “Estoy ocupada hablando con mis yoes”, solía decir a su madre cuando llamaba a la puerta de su dormitorio. Lo que no se podía imaginar era que uno de esos yoes se materializaría en la redacción del periódico.

– ¡Esta chica está un poco triste! Escribe en el ordenador como una posesa. Se va a destrozar la espalda. La veo a los 60 años con una artritis de caballo- pensó su yo.

De repente, el ordenador de Julia se apagó y un hombre corpulento, con una chistera de colores en la cabeza, zapatos verdes y tirantes rosas se acercó a ella y puso una mano sobre su hombro. Su rostro era un cataclismo, una mezcla entre Juan Tamariz y Torrebruno, con los ojos negros de ratón muy pegados el uno al otro y la nariz respingona. A pesar de esa combinación desastrosa, desprendía mucha ternura.

– Pero, ¿qué es esto? Juraría que la batería estaba llena. ¿Quién eres?

– Yo soy tú.

– Estoy muy ocupada y no tengo tiempo para chalados que van por la vida vestidos de martes de carnaval. 

– ¿Así que tienes que escribir un reportaje sobre aquello que hace felices a los niños?

A Julia le sorprendían pocas cosas porque hacía mucho tiempo que sentía que su vida estaba en barbecho, un continuo día de la marmota. Su carácter era dicharachero y expansivo, pero había decidido eliminar esas virtudes en aras de la introspección. Ser diferente no tiene muy buena prensa, en especial en esta sociedad que se empeña en ser moderna pero que sigue arrastrando esa lacra de la cultura judeocristiana metida en nuestra piel desde hace siglos.

– No hay más razón que la que dicta el corazón y tú no haces caso a lo que te dice.

– No me vengas con estos pareados de saldo aprendidos en la peluquería de la esquina. Tengo cosas más importantes que hacer.

– Haré como que no he oído nada- dijo el mago. Y añadió: Lo primero que tienes que hacer para volver a ser una niña es quitarte ese traje, que parece que sales de un funeral, Julia. Ven conmigo, haz el favor.

Como por arte de magia, empezaron a caer del techo prendas de ropa. Llovían jerséis de colores chillones, alpargatas, zapatillas, bragas, sujetadores, medias de rejilla, faldas escandalosamente cortas. El señor de la chistera dio la mano a Julia para que se levantase. La muchacha, emocionada, empezó a colocarse prendas encima sin ningún tipo de orden hasta convertirse en una especie de Pipi Calzaslargas de andar por casa, zarrapastrosa pero encantadora.

– Julia, lo segundo que tienes que hacer es relajarte. Tienes cara de amargada, como si acabases de pasar el escorbuto. Hay que trabajar para vivir y no vivir para trabajar. Se trata simplemente de cambiar de mentalidad y esto, aunque te parezca un mundo, es muy fácil de conseguir. Hay tantas cosas maravillosas que puedes hacer, como cantar o bailar.

– Yo hace mucho que no canto ni bailo. Estoy todo el día encerrada en esta oficina. De todos modos, recuerdo que cuando era pequeña me gustaba mucho cantar con mi hermano Enrique.

Su hermano Enrique tenía dos años menos que ella y una discapacidad mental. Era la persona más pura que conocía, un ángel de la guarda. Solo pedía una cosa a quienes le rodeaban: cariño. Era diferente pero, ¿quién no lo es? 

– Antes has dicho que tú eras yo, ¿verdad?

– En efecto, Julia. Soy la voz de tu conciencia, pero precisamente tu conciencia, por mucho que tengas poco más de 30 años, está envejecida. Te comportas como una señora muy mayor que ha perdido la ilusión y que es incapaz de escarbar en su interior para recuperar a la niña que fue. 

– Creo que voy a empezar el artículo hablando de música, de las canciones que les gustan a los niños. Después quiero hablar de disfraces. Cuando era pequeña estaba todo el día cogiendo la ropa a mi madre y maquillándome a escondidas en el cuarto de baño. 

– En primer lugar, tenemos que echar en la chistera las cosas malas. 

Había tantas cosas que no le agradaban. No le gustaban las prisas, ni los gritos, ni los atascos, ni que su jefe le chillara, ni las espinacas, ni los días de lluvia y mal tiempo, ni las noticias tristes de los telediarios. Pero, en última instancia, no se gustaba a ella misma.

– Ahora, vamos a sacar de la chistera cosas que nos hacen sentir bien. Recuerda que te quedan pocas horas para presentar el reportaje y tu jefe es para darle de comer aparte. ¡Como no lo tengas listo y no le guste te va a caer una buena!

– Me siento bien cuando paso horas enteras mirando al techo sin hacer nada.

– No hacer nada es un modo de hacer. Hoy en día lo hemos olvidado.

– ¡No sabía yo que en mi interior residiese un yo tan sabio!

– Es que si te empeñas en aniquilar tu magia y el duende que tienes es normal que olvides lo especial que eres.

– Leer. También me hace sentir bien. Mi padre me leía un cuento todas las noches cuando me metía a la cama. 

Julia llevaba mucho tiempo sin decir tonterías. Hubo un momento en que decía lo primero que se le pasaba por la cabeza sin temor al que dirán, pero los palos de la vida le habían hecho refugiarse en su interior enterrando al payaso que llevaba dentro. 

– ¡Ilusión y decir boberías a diestro y siniestro! Es la clave, Julia. Saber que el futuro es nuestro, que podemos moldearlo a nuestro antojo, solo basta con depositar en la cazuela de nuestros deseos aquello que realmente queremos. Julia, por cierto, ¿qué quieres ser de mayor? Aunque en tu caso quizá sería mejor preguntar que te gustaría hacer de mayor.

– Pues quiero estar siempre rodeada de niños y jugar con ellos sin parar. Quiero que siempre haga buen tiempo, que el sol brille todos los días. Quiero que vayamos por la tarde a la playa y juguemos con la arena a embadurnarnos y hacer castillos al borde de la orilla. ¡Quiero ganar el Pulitzer con este reportaje!

– ¡Julia, que te vienes arriba! Creo que ya tienes todos los ingredientes necesarios para elaborar un reportaje que no defraude a tu jefe.

– Y usted, ¿qué le pediría al futuro?

– Yo soy “tú” y me quedo con la ilusión porque lo engloba todo. Tu turno…

– Soy Julia y pido amor. ¿Hay algo más grande en el circo de la vida?

Y así fue como Julia desenterró al más importante de sus yoes y empezó a ser feliz. Alguien dijo que lo que nos impide vivir la vida es la propia vida si no le damos el valor que tiene. Julia optó por crear una vida hermosa a partir de sus fábulas y narraciones.  Para sentirse bien y empoderarse como mujer, solía recordar un libro que trataba sobre la tribu brasileña de los awás. Vibraba al ritmo que lo hacía la tierra. Cuando un niño nacía, no se le daba un nombre hasta pasados unos cuantos años. El nombre le identificaría para el resto de su vida. En función de sus gustos, su carácter y la conexión que estableciese con el entorno se le pondría un nombre u otro. Solía ser a los diez años en la ceremonia del solsticio de verano, cuando varios niños de la tribu se reunían en presencia del hechicero, quien les bautizaba oficialmente. Así no estaban marcados desde el nacimiento, sino por su experiencia, sin etiquetas. Esta premisa era el leitmotiv de sus cuentos, gracias a los que viajaba todas las noches a mundos hermosos en los que el dolor no existía y en donde se dejaba llevar sin temor a nada. Gracias a ellos aprendió a ser especial, como su hermano Enrique. 

Un pequeño secreto… Quien escribe estas líneas es el mago de la chistera encantada, pero no se lo digáis a Julia que no quiero que me monte un espectáculo…

FIN

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