Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Héctor-Torres

¿Cómo se les llama a los que nacen en Chivacoa?

I never feel sadness / I never feel pain
With my cunning and with my stealth
I don’t need a brain
Emir Kusturica (Pitbull Terrier)

A Caracas no se le habita, se le padece. Para atravesarla de punta a punta del reloj es conveniente sumergirse en cualquiera de las recetas de ese variado catálogo del aturdimiento. La idea, después todo, es padecerla creyendo que se le disfruta. Está, por ejemplo, extraviarse en el soundtrack del Ipod a volumen bestial. Está el monte, la pega, el alcohol. Está la temeridad de la ostentación: una Avalanche tan larga como su inseguridad, una BMW poderosa y veloz, una pistolota, una cara de duro dentro de una chaqueta de cuero. O pincharse en las venas las Líneas del Poseso para colmarse de odio. También se puede subirse a la acera con todo y carro, tocar corneta con impaciencia, comerse las luces del semáforo o ejercer cualquier modo de irracionalidad que ayude a andar por el filo perpetuo, con el vacío a un costado y la muerte al otro.

O beber de la euforia suicida. Esa que se activa los viernes tras el santo y seña del ¿qué hay pa´ esta noche? La que no conoce peligro, inflación, crisis ni parece asistir al streaptease más demorado que se conozca en los anales de las dictaduras.

En ese placebo andaba Andreína con unos compañeros del banco esa noche. Luego de dar vueltas sin suerte por Las Mercedes y El Rosal, terminaron encontrando lugar en un local a un costado de la Solano. Mesa para cinco, música bailable y cervezas frías. ¿Quién duda que Dios si echa un ojo de vez en cuando?

A la tercera ronda ya habían olvidado qué celebraban. A la quinta pidieron una parrillita. A la séptima concluyeron que la promoción de Ordoñez tenía una sospechosa relación con sus almuerzos con el gerente, y a la octava no notaron que ya sólo quedaban unas cuatro mesas ocupadas, aunque sí notaron, en cambio, la repentina presencia de los tres tipos sentados en la mesa al lado del pasillo de los baños, frente a la caja.

No es que estuvieran mal vestidos. No es que tuvieran aspecto de delincuentes. No es que fueran feos (¡Nooo!, sentenciaron las tres chicas al unísono). Era algo indefinible, elástico, elusivo. Era que inquietaban por alguna razón que ninguno atinaba a precisar.

La novena ronda les llegó de sorpresa. Los caballeros invitan, dijo el mesonero torciendo los labios en dirección a la mesa que estaba al lado de los baños. Con la del estribo, por cautela, iban a pedir la cuenta pero, con los primeros compases de una pieza de Willie Colón, una mano se extendió frente a Andreína.

Al levantar la vista, acertó en sus temores. En la mesa todos miraron de reojo haciéndose los concentrados en la conversación, pero ella hizo un paneo y dijo con la mirada una especie de tranquilos, no está pasando nada.

Le dio la mano y caminaron hacia la pista. Moreno, delgado, alto, una descripción que se ajusta a uno de cada cuatro tipos que pueden abordar a una chica en un sitio nocturno. De cerca, Andreína ratificó que, efectivamente: a) el tipo no iba mal vestido, b) el tipo no era feo en lo absoluto, y c) el tipo tenía algo intimidante que no era fácil de definir.

También que bailaba sabroso y que ella tenía tiempo con ganas de hacerlo. Quizá por eso último fue que bailaron como cinco piezas seguidas y, aunque no perdía su aire inquietante, ella se iba acostumbrando, sintiendo que era algo impersonal, como si manara de él sin que se diera cuenta.

Estamos hablando de una chica con diez cervezas encima y con muchas ganas de bailar. Estamos hablando de que en Caracas hay que sumergirse en cualquiera de las recetas del aturdimiento. Y de que esa venía en un empaque amable.

Pero estamos hablando, también, del típico cara o sello. Porque luego de la quinta pieza, ella volvió a su mesa y dijo, suave pero firmemente:

Vámonos.

Era la hora de la salsa brava. Luego de Willie Colón, vino Sonido Bestial. Y luego ¿Dónde vas, Chichi? Ella, heredera de una estirpe de bailarines, no se amedrentó. Los acompañantes de su pareja conversaban en voz baja y distendida, ajenos a ellos, trazando mapas imaginarios con las manos. Los muchachos hablaban entre sí pero no dejaban de observar a los bailarines de reojo. El tipo se lucía con sus pasos. Ella honraba su herencia.

El tipo, así como bailaba, hablaba. Y de todo. Y sin orden. Le dijo que Larry Harlow no hablaba nada de español, que los maricos que sesean y son peluqueros siempre son hijos únicos, que para que el perico no produzca impotencia hay que consumirlo tomando whisky, que él tenía un hijo en Chivacoa y que el carajito le pidió un Wii (¿Cómo coño se enteran los muchachos de Chivacoa que existe el Wii?), que ese pueblo no le ofrece nada a los chamos y que es un pueblo horrible, que sólo lo supera Nirgua y eso porque es una guarida de atracadores retirados. Que vamos a ver si tú sabes, princesa: ¿Cómo se le dice a los que nacen en Chivacoa?

Andreína descubrió que no era una pregunta retórica, que su compañero de baile (Ernesto, fue el nombre con el que se presentó) esperaba una respuesta de ella. Al verla dudar le dijo con aire decepcionado: No debería darte el regalo que te tengo, pero te lo voy a dar de todos modos. ¿Sabes por qué?

¿Un regalo? No, dijo Andreína, sintiendo que las cervezas, el baile, la situación, la estaban dopando más allá de su dosis diaria de aturdimiento. ¿Por qué?

Porque eres burda de panita. Uno saca a bailar a una jeva en un sitio y siempre lo miran a uno de arriba abajo. Pero tú no, tú bailaste con el desconocido. ¿Y te pasó algo malo? No. Lo que te pasó el que el desconocido te va a hacer un regalo. Y te va a hacer el regalo aunque no sepas cómo se le dice a su chamo que nació en Chivacoa.

Hizo una pausa, como buscando el preciso orden de las palabras que iba a pronunciar:

Tú y tus panas tienen cinco minutos para salir de aquí. Nosotros vinimos a tirar un atraco. Lo que pasa es que me provocó echar un pie mientras esperábamos que llegara el carro. Y tú eres una chama panita y ya llegó el carro, así que vamos a lo que vinimos. Cinco minutos. ¿Te gusta el regalito?

Me estás cotorreando, le dijo Andreína con un aplomo que le era ajeno.

¿Te estoy cotorreando?, repitió el tipo imitando su voz y alzando las cejas con cara grave. Baja un pelo la mano pa´ve si te estoy cotorreando.

Andreina deslizó la mano por su espalda, a través de la lisa superficie de la chaqueta, y tropezó con un objeto duro incrustado en la pretina del pantalón. Recogió la mano como si le hubiera pegado corriente.

Shhhhh, tranquila, que es un regalo no una verbena.

Pero, ¿por qué van a hacer eso, vale?

Mira, mamita, aquí la única pregunta es ¿Quieres el regalo o no quieres el regalo? Si lo quieres, terminamos esta pieza, pagan su consumo y se me van. Ese es el regalo que les sale a las jevitas que no miran feo a los tipos que quieren bailar un ratico.

Cuando volvió al grupo, la expresión de su cara bastó para que la palabra vámonos convenciera a los muchachos de pedir la cuenta y dejar unos billetes sobre la mesa sin hacer preguntas. Entendieron sin entender, en medio de sus propios aturdimientos. Mientras caminaban a la salida, el tipo, que le explicaba algo a sus compañeros de mesa, se fue detrás de ellos y, luego de abrirles la puerta, le dijo a un gorila que estaba fumando afuera:

Estos salen.

Este sí es galán, dijo el gorila tirando el cigarro al piso y sacando una pistola que hizo un escalofriante sonido metálico cuando fue cargada con vigor.

El galán, dando la espalda a la calle, hizo lo mismo con una pistolota que, en efecto, sacó de debajo de su chaqueta.

Chivacoense, princesa, mi chamo es chivacoense, le dijo a Andreina cuando ella pasó a su lado, a la vez que echaba una rápida ojeada a la calle silenciosa.

Plomo, galán, dijo el otro, que esta noche la película es de acción.

Y empujaron la puerta bruscamente.

Mientras el grupo trataba de convencer a las piernas de aguantar hasta el carro, alcanzaron a escuchar a través del vidrio, como si saliese de las cornetas de un carro que sigue de largo, los insultos y las órdenes violentas de los atracadores.

Nadie mira nadie se pone bruto, escuchó Andreína como en una película en cámara lenta reconociendo con claridad el timbre de voz de su compañero de baile.

Hey you,
¿nos brindas un café?