Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
sabana grande
Photo by: Beatrice Murch ©

Retrato de Sabana Grande

Ganarse la vida, encontrar el sustento, chambear. Estas son las palabras que impulsan a la marea humana que recorre hoy al menospreciado bulevar de Sabana Grande, en Caracas.

Nacida en otro tiempo, nuestra generación, la poca que se interesa en el pasado, dispone de cuatro fuentes de conocimiento para conocer lo que sucedió en esta emblemática pero ultrajada arteria de Caracas: los libros, de escritores que lo vivieron o de historiadores curiosos; la web, con su extraordinario caudal de videos e información; las anécdotas orales, cuyos expositores son cada vez menos; y las tristes esculturas que se levantan a lo largo del bulevar que, con un poco de imaginación, sirven como vestigios de un pretérito cultural rezagado, de un pasado cuyos mármoles funcionan hoy como imán de chicles.

Así, bajo la sombra nostálgica de un bronce hecho por el escultor venezolano Daniel Suarez –el mismo que enriquece los jardines de la U.C.A.B.–, yace un zapatero, sentado en una sillita endeble y utilizando el área pública como despacho personal. A su alrededor reposa su indumentaria, lo único que ha logrado acumular en cuarenta años de oficio callejero. Entre las brochas, los zapatos sin suela, el cajetín de madera, el almuerzo que también será cena, y, cómo no, un perro desnutrido, observamos el símbolo excelso de la decadencia social: el bulto tricolor. Mientras el zapatero guarda sus macundales, apurado por la sutil inminencia de la lluvia, su amiga Yusbeth, vendedora de cigarros y chimó, llega y le propone conversación:

– ¿Qué hubo José?, ¿cómo está la vaina?
– La vaina está mal, pero si me quejo la empeoro.
– ¿Y la mona?
– Por allí estaba hace rato…
– ¿Y el viejo?
– Ese viejo flojo –responde antes de escupir sendo proyectil negro–. Hoy no vino a trabajar.
– Lechudo es lo que es –contesta Yusbeth–. Porque no hubie- se vendido nada.

Una alarma envoltente empieza a sonar. Es un comercio al que se le disparó el estrépito por una falla eléctrica. No hay semana en Sabana Grande que no se vaya la luz. Inclusive al estar privilegeada, que menos que un privilegio es un perjuicio, con la cercanía al Sebin.

– ¿Y a Rafaelito?, ¿lo has visto?
– Ese pasó hace rato hacia Chacaito.
– Si no se apura quedará como el otro día: mamando y mojado.

Resulta que Rafaelito es un vendedor deambulante de confitería. En Sabana Grande los buhoneros –los que todavía no se han peleado entre sí– forman alianzas informales. Se hacen amigos para protegerse de las amenazas en común. La amistad, sea sólida o aérea, siempre está disponible en cualquier modo de vida. Ya lo sabemos: el hombre es un animal social, y antisocial también, dispuesto a unirse con otros en el vicio y en la virtud. De hecho, el presente de un país podría explicarse según la sociabilidad de uno u otro bando, de una u otra moral. En nuestro caso el mal es más social, ha logrado juntarse de una manera más eficaz y contundente que el bien. En base a esto, podríamos declarar que si debemos escoger un imperativo para la reconstrucción sería: ¡juntémosnos! Aunque también podríamos agregar otros con la misma pertinencia: trabajemos, reflexionemos, amemos, corrigamos.

Bañados en brisa fresca, a tres cuadras del City Market, fortalecidos por la indiferencia de la gente, ocho policias en moto rodean a Rafaelito, quien, con una franela desteñida, unos zapatos rotos y una actitud que no exige ni forza, sabe que su única opción es concordar con los bribones. Le preguntan y le exigen. Lo amedrentan con indirectas y lo amenazan con ejemplos. Él responde sin miedo, pues no tiene nada que perder salvo el inventario que carga.

Con su mano izquierda sostiene una tabla de anime donde muestra sus productos, los cuales, utilizando alfileres amarillos que le costaron tres días de trabajo, descansan clavados en la cara frontal. Al mismo tiempo, con la mano derecha, cumpliendo las órdenes del polinacional, busca sus documentos de identificación. Luego de revisar desdeñosamente los papeles, el policía, ancho y grotesco, expone sus verdaderas intenciones. A él no le interesa que Rafaelito esté o no en regla, lo que quiere son las dos oreos que estan en su vitrina móvil, puesto que, al verlas de lejos, se le antojaron inmediatamente para mojarlas con el café de la tarde.

Asimismo, el bribón, de mala gana, le entregó los papeles sin recordarse del nombre y, en un rapto violento, como un arañazo de puma, arrancó las dos galletas de la tabla y se las embolsilló. Acto seguido, las ocho motos arrancaron al únisono y dejaron a Rafaelito con la sensación de quedarse desnudo. Pero él, acostumbrado al atropello, ciudadano de la indignación, inteligente para no maldecir, recogió sus alfileres y se puso en marcha. Sabe que el zapatero y Yusbeth lo esperan, y sobretodo, que el agua viene limpiando a la ciudad desde el este. Y es que quizá, desde que Diego de Losada doblegó a los indigenas del valle, la lluvia, además de llenar los ríos, nutrir a las plantas e inspirar a las chicharras, encontró su propósito depurante: limpiar efímeramente la fealdad del caraqueño.

Intuyendo esto, Rafaelito, sobrepuesto a la injusticia previa, aceleró el paso hacia el oeste. La alarma seguía sonando, sirviendo como el fondo trágico de una escena disfuncional.

Simultáneamente, un trueno rompe el aire y aflora la curiosidad de Linda, una niña de ocho años que se asoma desde la terraza de su apartamento en el bulevar. Sostiene una muñeca y viste un vestido violeta de princesa. Para ver mejor se pega a la baranda del balcón. Un viento tímido le acaricia las mejillas y le hace doblar el cuello. Abajo, en frente de ella, los vendedores ambulantes se encuentran. El día fue malo, no vendieron casi nada, pero la alegría de ver a los suyos después de la soledad, después de haber sobrellevado las dificultades, les hizo olvidar su miseria por un momento. De tal manera que, aunque el saludo del puñito jamás ha sido tan oportuno como en pandemia, ellos se abrazaron cuando se vieron.

Más allá, cerca de otra obra deshonrada, dos mujeres observan deseosas la vitrina iluminada de Traki. A una se le ven las nalgas, a la otra el ombligo. Un ciclista con un visor quirúrgico les pasa por un lado y casi choca contra una señora que cargaba el mercado para su casa. Pero ellas no se dieron cuenta, ya que, entre la luz de discoteca y el regetón que se escabullía por la santamaría a medio abrir, las mujeres quedaron seducidas por unos tacones expuestos.

– Irro chama –dice una –. Y están en descuento…
– Veinte dólares mami. Pero mira más allá.
– ¿Dónde?
– Allá ve.
– ¿Allá?
– Si, ¿tú no querías comprar queso pa’ la casa?

Como buen organismo que se adapta, Traki no solo vende tacones y ropa, sino charcutería. En un mismo pasillo vende zapatos de gamuza y queso Paisa, todo en descuento.

Dice la frase popular que a mal tiempo buena cara. Y aunque esas píldoras suelen cobijar verdades, el zapatero no piensa en ello. En cambio, sin darse cuenta, modificó el axioma y, cuando las nubes empezaron a llorar, dijo:

– A mal tiempo techo sin huecos.

Mientras tanto Linda da unos pasos atrás y lanza una última mirada al cementerio cultural de Sabana Grande. Sobre él, huyendo del agua, con sus tres bulticos tricolor, los vendedores caminan hacia el oeste, hacia las dos torres tristes de cristal que rompen el horizonte; allá, donde guardan sus esperanzas, donde, si Dios quiere, llegarán cuando escampe.


Photo by: Beatrice Murch ©

Hey you,
¿nos brindas un café?