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raul de armas
Photo by: Gabriela Camaton ©

Treinta litros de gasolina

En Caracas la ventaja de llegar a las siete de la mañana se desvanece al fijarnos que la cola es larga, más larga que nunca. Cien, doscientos, trescientos carros se colocan en fila, cada uno con su microcosmos interno, desde la estación de La Ciudadela hasta los agradables recodetos de Prados del Este. Me acompaña mi soledad, unos trocitos exquisitos de mango, una sinfonía en la 99.9, y un agudísimo libro de Federico Riu que desviste, como el sol al cristal, algunos pensamientos de José Ortega y Gasset. Uno de los logros de la filosofía contemporánea es que se ha vuelto accesible, digerible para el público común. Quizá ha dejado de ser una araña, como Rubén Darío la llamó, y ha evolucionado a un animal más ameno, menos repulsivo para los fóbicos. Pienso en un buho, mientras una brisa primaveral acaricia mis cejas, con los ojos bien abiertos.

El primer movimiento de la cola ocurre a la hora y media de haber llegado. Adelantamos cincuenta metros. Todavía estamos lejos. Seis hombres vienen desde la principal, trotando a buen paso, enérgicos, lozanos, arrastrando al menos apto, ese que va de último con ganas de vomitar. El ejemplo de salud motiva al enfermo, la virtud de otro ilumina nuestros vicios. Y lo opuesto también ocurre, como veremos minutos más tarde, cuando cuatro jóvenes nos pasan a un lado con paso de regetonero, con la gorra hacia atrás y pantalones de escoba, fantasiando que la calle, que el mundo mismo es una tarima. En este caso, como es usual en la infancia, los vicios de otro, usualmente llamativos y entretenidos, esconden las virtudes de uno. Al seguirlos con la mirada, risueño y asombrado de haber estado en esa posición, noto otra existencia, una más auténtica, más real. Se trata de una señora, hermosa por lo que no vemos, con vestido rojo, despelucada, empezando el día y tomando café en el porche de su casa, la cual, sin rejas y sin muros, nos recuerda a las casas de antes, ese antes que fue hace poco. Ella, como nosotros, ve con cierto desdén misericordioso el paso de payaso de los chamos.

La mirada nos lleva, por misteriosas asociaciones, a pensar en el dichoso aire que se respira en esta urbanización. Prados del Este goza de una grata comunión entre espacio, vegetación y variedad. Las casas y las calles, deslizándose a través de verdes colinas, logran generar una amenísima mezcla de autonomía y comunidad. El producto es una unión sana donde se resguarda la sagrada individualidad, generada, específicamente, por la amplitud de las calles, por los grandes árboles y por el tamaño y diversidad de las casas. Aquí notamos una muestra de la vieja Caracas, e intuimos todavía una fuerte presencia de ella que cumple con la famosa frase: juntos pero no revueltos. Esas cuatro palabras, con su hondura sociológica, están en la base fundadora de toda sociedad. Pero la idea de sociedad, de alianza, de proyecto en común, es un concepto poco claro en Venezuela: un país que sin entender lo que es sociedad, se hace llamar patria.

El segundo movimiento, un avance de cien metros, nos recuerda a un rasgo esencial de la vida misma. ¡Así son estos destellos! Imprevisibles. Cada adelanto, que se hace esperar horas bajo el calor, dentro del tedio desgarrador de lo que parece una injusticia, se asemeja a los pequeños progresos que nos ocurren de vez en vez. Esos ínfimos pero poderosos pasitos que damos en el largo camino de nuestro andar. Tan diminutos pero tan significativos, tan inútiles para el pesimista y tan vitales para el esperanzado. Adelantamos poco pero adelantamos, me digo saboreando la milagrosa dulzura del mango cuando, de pronto, una mujer toca la ventana del copiloto.

—Buenos días, ¿tendrá unos minutos para responder una encuesta sobre el municipio?
—Si, claro.
—¿Conoce usted a Darwin González?
—No.
—¿Conoce usted a Gerardo Blyde?
—No.
—¿Conoce usted a Pepito Peréz?
—Tampoco. Pero si se refiere a saber quienes son, ponga que si.
—Muy bien -dijo la muchacha-. ¿Y de estos problemas, cuál cree usted que es el más grave? Inseguridad, corrupción, inflación, desempleo, insalubridad, escasez, éxodo, falta de viabilidad, desconfianza electoral, ineficacia judicial, destrucción institucional…
—Mmm…Corrupción, corrupción moral, que parece la causa de las demás. De hecho, estamos en esta cola por eso…
—¿Y del 1 al 10, qué tanto cree usted que Venezuela vive en una democracia?
—Uno…el falaz intento de pretender elecciones merece un uno. La patética mentira de ofrecer democracia con un sistema electoral corrompido, merece, en mis ánimos más bondadosos, un uno, quizá un 0.99, puntaje inflado por la sospecha de que por brutos, la tortilla se voltee.
—Excelente, muchas gracias por su tiempo.

La indiferencia política surge de la desconfianza, del escepticismo, de las decepciones pasadas, del saber que la inmoralidad institucional sigue consentida.

Durante el tercer movimiento nos acercamos a un lago, un inmenso charco negro empozado por la lluvia que, confundiendo moto con lancha, fue penetrado por un valiente motorizado, empapándose hasta las medias. Ni la técnica del levantar las piernas hasta quedar como una ele funcionó. Poco después, cansado y agradecido con Riu, un sonido familiar se desprendía de mis cornetas defectuosas, escuchando, entre grises e interrupciones:

—El instante previo ¡wou!… y un sonido de guitarra salvaje.

Le subo. La Persiana Americana de Soda Estéreo (ahora canto la frase con el ritmo pertinente), así como varias de sus canciones, poseen un matiz poético que es, en mi opinión, junto con la melodía incitante, lo que nos atrapa, lo que nos emociona de su sonido. Juntan letra misteriosa, simbólica, entusiasmada, nostálgica, con unos sonidos pegajosos y familiares, que parecieran emanar desde nuestras entrañas, como si siempre hubiesen estado allí, esperando que las representen, que las verbalicen, que las conviertan en música. Aquellas palabras, dichas por Cerati en la segunda estrofa, explican mi pensamiento (no la lea, cántela):

—Estamos al borde/ de la cornisa/ casi a punto de caer/ no sientes miedo/ sigues sonriendo…

Pero la canción acabó y, repentinamente, a mi izquierda tenía un vendedor de cigarros, tortas y café, quien, como buen emprendedor, alineado con la tendencia microeconómica del país, llevaba un cartelito que decía: Aceptamos pago móvil y dólares.

La ilusión de una comida en casa me hizo rechazar la bala fría, por lo que negué el ofrecimiento y observé al buen hombre continuar su senda.

El siguiente avance nos colocó al borde de la autopista, dos minutos antes de entrar en el túnel de la Trinidad. Allí, ya cerca, con seis horas en cola, un coquito cae sobre el parabrisa, un hermoso insecto de seis patas con caparazón multicolor, pintado por ese pincel sublime, el mismo que nos dibujó a nosotros. Al seguir su camino por el cristal, nos vemos magnetizados por un sujeto que, en el fondo, va cruzando la autopista a pie mientras habla por telefóno. Su paso es lento y osado. La serenidad dominguera y su tranquilidad de experto le permitió cruzar en segundos. Ya en el otro lado, con un porte de buitre, se sienta en la defensa a detallar la movida en la estación. En frente suyo, sin él fijarse, viajan varios símbolos de la decandencia venezolana: four runners último modelo, usualmente negras y con luces de policía; motorizados y motorizados, yendo y viniendo, buscándose la vida como repartidores y mensajeros; y luego, niños descalzos con bultos tricolor, ese morral sucio con el que el régimen, de una forma masiva y representativa, recuerda su anacrónica presencia como un hongo que reparte sus esporas por doquier. Más allá, casi al final, en un destello de humanidad, tres personas caminan pacientemente por el borde de la autopista, cado uno llevando una loncherita hacia el otro lado del río.

Veo el retrovisor y me encuentro con la enorme lengua gris alargándose hasta lo inasible. Sobre ella, la poblada colina de Santa Rosa, con sus edificios abultados, visitados por guacamayas todas las tardes. Los de la cima, que sería San Roman, construcciones elegantes y anchas, similares a algunos castillos feudales, se yerguen hacia el cielo, funcionando como parches blancos sobre un fondo colosal, vivo, inconmovible, que es el Ávila. Cerro eterno, que nos mira lamentándose, compasivo, resuelto en su poltrona divisora de mar y tierra, rompiendo el azul, organizando las nubes y diciéndonos, con tono grave, galáctico, casi sin hablar:

—Vengan, conózcanme, aprendan. Aquí he estado desde que llegaron, que fue como ayer para mí. En mis venas sentirán la armonía, el verdadero fin de sus peripecias.

La cola avanza, produciendo un amplio espacio que el carro de atrás recordaría con un cornetazo. El avance nos sitúa en frente de la estación de policía del Peñon, protegida por un muro blanco, senil, inmundo de humo. En la entrada, dos militares se sientan, fruñidos y como en casa, con las piernas abiertas y el tapabocas a media cara, agarrando un FAL y llevándose la mano a la cara cada que vez que hablan. Uno de ellos, de pronto, con la pierna ansiosa y balbuceando disparates que el otro ignora, recibe un llamado que le pone de pie. Realiza señas de avance y avanzamos.

Llegamos a la bomba, después de siete horas en cola. A tres carros del despensador, una jovencita se acerca y me pide la cédula. La anota con pericia e, ignorando el llamado de otro compañero, me dice con gracia:

—El dedito, por favor.

Seis intentos no fueron suficientes, la máquina estaba defectuosa. Ella, conocedora de su labor, se aleja de la ventana y se coloca a unos metros, levantando el dispositivo al cielo. Al volver, me agradece y me da un ticket.

En el surtidor, un chamo se quita la gorra y la guarda en las gavetas del mismo. Ha terminado su turno y está anhelante de reunirse con sus amigos: los cuatro trabajadores de la bomba que descansan bajo un bucare cercano. Ninguno pasa los diecinueve años y todos llevan camisas rojas. Al volver, se da el puño con uno, le da una nalgada y se sienta en el puesto dejado por aquel, quien ahora viene en dirección al carro. Le doy la tarjeta, le dicto la cédula y me pregunta si quiero dejar propina. Le digo que cobre doscientos mil y el chamo teclea doscientos setenta mil.

—Te dije doscientos, no doscientos setenta…
—Ah, si… –dice nervioso–. Escuché doscientos setenta, como me dijiste…

Acto seguido, el punto no funciona, por lo que el joven realiza los mismos gestos antenosos de la muchacha, pero sin éxito. Al cabo de un rato la conexión responde. La muchacha vuelve pidiendo ayuda para el resto de los carros, los tres niños uniformados le silban, la miran de pies a cabeza y no la ayudan. La pistola se dispara y avisa el límite del tanque.

—¿Cuánto cargó? –le pregunto–.
—Solo treinta papá. Venga pa’que vea, pa’que aprenda, pa’que no lo estafen.

Si, siete horas para treinta litros de gasolina, pienso, mientras acelero, sabiendo, sin pesadumbre y resignado, que pronto volveré–.


Photo by: Gabriela Camaton ©

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