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paola maita
Photo by: Rene Dana ©

Canto de chicharras (I)

Cuando se vive en una isla, se aprende a leer las señales de la naturaleza como si fuesen el más fiel de los horóscopos, porque pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

Su abuela Alejandrina la enseñó a interpretar el ambiente, a pesar de que sus padres pensaran que era una tontería. Ellos eran arqueólogos, así que la mayor parte del tiempo viajaban juntos en las expediciones. Ana se quedaba mucho tiempo a su cargo, tiempo que la abuela aprovechaba para transmitirle todo lo que le habían enseñado, “por si acaso, porque nunca se sabe”. Fue así como casi terminó creyendo que el vuelo de los pájaros y los posos de café encerraban algunos de los misterios más grandes. “Ay mija, de que vuelan, vuelan”, le decía ella las pocas veces que intentó convencerla de que era imposible.

Cuando duró una semana escuchando el premonitorio canto de las chicharras que anuncia la lluvia, no supo entender que no sólo llovería, sino que habría una tormenta de esas que suelen mal llamar “la tormenta del siglo”.

Las primeras gotas cayeron copiosas y aburridas, sin dejar entrever el diluvio que les sucedería. Sus padres por esos meses andaban en una expedición en el Amazonas, dejándola sola en casa por primera vez porque la abuela había muerto hacía un par de meses. “Ay mija, noj vamo a ve prontico”, le dijo antes de que su conciencia se perdiese en las nebulosas. Quizás si ella hubiese estado viva, la tormenta la habría tomado menos desprevenida.

Cuando las nubes plateadas comenzaron a cernirse sobre el horizonte, comprendió que la lluvia de tres días de la que se había burlado no había sido más que un anuncio de algo mayor.

Se apresuró a tomar las medidas que había postergado estúpidamente. Aseguró las puertas y ventanas, amarró el bote con dos cuerdas más, revisó el tanque de agua… El miedo hacía que se moviese como un autómata que sólo seguía su instinto. Los tres días siguientes, dos de los cuales estuvo sin electricidad, la lluvia y el viento vapulearon las casas hasta los cimientos. Rara vez se levantó de la cama, porque sentía que era el único refugio que tenía. No sentía miedo por sus cosas, porque su papá había reforzado todo hacía poco, pero sabía que en cuanto abriese la puerta, el pueblo no sería el mismo.

La primera hora después de que cesó la lluvia se sentía tan sola y aislada del mundo, que creía que si abría la puerta sólo habría un precipicio al frente, porque todo había dejado de existir. El murmullo cotidiano del pueblo que se mezclaba con el sonido de las olas parecía tan extinto como los dinosaurios.

Se levantó de la cama para ver qué quedaba de vida en la isla. Al llegar a la puerta, Ana recordó que no se había cepillado los dientes desde… No podía recordar cuándo, pero seguramente no iba a ser agradable para otra persona recibir su saludo con un aliento hediondo a guardado.

No había caído en cuenta que tenía una expresión tan macilenta hasta que se vio en el espejo. Tratando de usar la menor cantidad de agua posible, porque aún no habían restablecido el servicio, se acomodó un poco. Ana intentó que esa tristeza de quien ha pasado mucho tiempo solo sin estar acostumbrado se hiciese menos traslúcida.

Los rayos de luz comenzaban a arrastrarse con pereza por las rendijas. Quizás después de todo, la isla había sobrevivido mejor de lo que pensaba.

Apenas abrió la puerta, sintió el dolor de sus pupilas contrayéndose violentamente. El resplandor blanquecino post tormenta la dejó ciega por un par de segundos. Al mismo tiempo, contra su audición atentó un chillido de gaviotas que no esperaba. Tantos días de silencio y oscuridad la habían desconectado del mundo. Ahora, todo el ambiente entraba por todos sus sentidos atropelladamente, sin pedir permiso ni tener consideraciones.

Cuando por fin pudo adaptarse a todo lo que percibía, notó a los pescadores reparando sus botes y redes, a los niños corriendo por la arena y a las mujeres que con paciencia intentaban seguirles el paso desde la distancia.

─Justo a tiempo dejó’e llové, ¿Veldá?

─Como siempre, comae. Usté sabe que el negrito no nos falla.

Usté sí es pasá, diciéndole negrito al santo.

Ej puritico cariño.

Ese día era la fiesta del santo. Casi lo había olvidado. Todos los años, llovía cerca de la celebración, pero aquella vez había sido peor que nunca y ella pensó que cancelarían todo, pero escuchando esa lejana conversación supo que su pueblo no pararía por nada, aunque tuviesen que aplicar literalmente eso de “contra viento y marea”.

Mientras daba un paseo por la costa, revisando los daños, viendo todas las algas y basura que el mar revuelto había depositado en la orilla, notó que las gaviotas volaban en círculos sin parar. “Eso es muerte”, enseguida escuchó la voz de su abuela en su cabeza. Sabía que había sido tonto ignorar el canto de las chicharras, pero tampoco era como para comenzar a creer a pies juntillas todo lo que ella le había dicho durante su vida.

Sin darse cuenta, sus pasos la llevaron a la casa de la señora Amalia, la mejor amiga de Alejandrina. Si creyese en las mismas cosas que ella, Ana habría pensado que el destino le estaba hablando con claridad, pero desde el momento en el que su abuela murió, ella había decidido ir dejando de creer en “cosas de viejo”.

─Mija, qué bonitico verla enterita. ¿Cómo me la trató la tormenta?

─Bien, misiá Amalia. Gracias por preguntar.

─¿Quiere un cafecito?

─Bueno, no me quejaría. ¿Quiere que lo monte?

─No mijita, usté sabe que a las viejas no noj gusta que noj metan la mano en la cocina.

Mientras Amalia preparaba el café, Ana la miraba con cariño y nostalgia. Se parecía tanto a su abuela… Le trajo una taza repleta de líquido negro, espeso y humeante, tal como ella le gustaba. Se lo tomaron entre frases cortas.

Ana pensaba en las veces en que había ido a aquella casa a visitar, pero con su abuela era distinto, porque era ella quien llevaba la conversación. Ahora que no estaba, el tiempo se llenaba de silencios incómodos, los que se dan entre personas que poco se conocen y que no tienen mucho que decirse.

Una vez que se hubo terminado la taza, Ana estaba presurosa por irse.

Mija, ¿Y no le voy a leer los positos? Mire que si yo dejo que usté se

vaya sin decirle , Aleja me jala las patas.

Ana se rio.

─Déjelo así, misiá Amalia. Tengo que irme a la casa para bañarme para la fiesta.

Le dio un beso y se fue. Aunque Ana le había dicho que no lo hiciese, Amalia leyó los posos de su taza, porque no concebía el sólo lavar la taza.

¿Había un alacrán en el fondo? Amalia sacudió la cabeza. El arácnido era uno de los peores símbolos que podía aparecer.

Al llegar a su casa, Ana al fin pudo bañarse con agua que no venía de un tobo sino directo de la tubería. Alguien que jamás se ha bañado con agua recogida no podría valorar lo sabroso del agua que cae en la cabeza sin tener que estar vertiéndola manualmente. Ella, a quien le había tocado nacer en aquella isla, sabía que cada baño tomado, como la modernidad lo permitía, era algo para lo cual sentirse privilegiado.

Poco antes de terminar de arreglarse, escuchó a lo lejos el repique de los tambores. La fiesta no esperaba por nadie. Iba a comenzar. Cuando llegó a donde todos estaban reunidos, sintió el calor de sus paisanos. Podía pasar cualquier cosa, pero siempre la gente del pueblo encontraría una razón para celebrar y compartir lo que tuviesen, así fuese poco. Como siempre, le habían llevado todo tipo de ofrendas al santo, pero lo que más abundaba era la comida y las redes de pescar para que el santo viese lo producido y lo multiplicase.

Mija, ¿Por qué tardó tanto?

Amalia la abrazó como si no la hubiese visto más temprano. Ana agradecía el cariño, aunque la abrumaba un poco. Esa noche, la fiesta del pueblo reunió a todos alrededor del fuego, cantando y bailando para el santo.


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