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daniel campos
Photo by: Miguel Seco ©

Una caminata de invierno tardío

Tres días después del equinoccio salí a hacer una caminata de invierno tardío. Old Man Winter quería regir un tiempo más antes de cederle la estación a la joven Primavera.

Pensaba caminar a través de los campos abiertos de Prospect Park desde la frontera entre los barrios de Windsor Terrace y Park Slope hasta la Biblioteca Pública de Brooklyn. Pero mi destino era otro, a saber, una caminata Thoreauviana, de esas cuyo destino solo emerge al andar, a través del bosque primario del parque.

Aconteció así, hace tres años. Al salir de casa sentí el frescor del aliento invernal, aprecié el azul intenso del cielo sin nubes y sentí el sutil erizarse de mi piel. Entré al parque por la esquina de la plaza Bartel-Pritchard y di los primeros pasos hacia campo abierto con rumbo noreste. Pero en la medianía al sureste vi las colinas, el bosque primario con sus gigantes estoicos sin brotes ni hojas aún y la nieve en las laderas. Un compás interno, afectivo, giró mi rumbo y mis pasos se dirigieron hacia el bosque, cuyo espíritu me llamaba.

Anduve por largo rato en sus senderos, observando el cielo a través de copas desoladas y ramas austeras, apreciando los declives cubiertos de nieve que se niega a derretirse, contemplando las aguas verdiazules de las lagunas y el riachuelo.

En lo alto de un mirador, subí a unas rocas desde donde atisbé los matices verdes, azules y grisáceos de la superficie de una lagunita. Imaginé que eran los tonos cambiantes de los ojos de su ninfa, la que vive en el fondo y solo emerge cuando llega un hombre al que quiere hacer su amante. ¿O quizá eran los ojos de una diosa? ¿De Palas Atenea? ¿De Afrodita?

¿O talvez reflejaban los estados de mi espíritu? ¿Verde esperanza, azul nostalgia, gris tristeza? Pero no era esto último, porque en el bosque sentía paz, blanca como la nieve. Y cuando salí del bosque al campo abierto, mi espíritu brillaba como el dorado Sol de mi alegría.


Photo by: Miguel Seco ©

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