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Navidad

CARACAS: Llegó diciembre y me tomó por sorpresa. Estaba demasiado ocupada en mantener a raya la angustia, cerrarle el paso al miedo e inventariar inútilmente errores pasados. Pero, aquí está, puntual y obstinado, para recordarme que otro año se me fue de las manos. Percibo su presencia en el fresco sabroso de las mañanas, en la luz cristalina del amanecer que alumbra Caracas con diáfana claridad, en el azul impecable del cielo. Pocos espectáculos en el mundo me fascinan tanto como este cielo decembrino, pulcro y brillante como en ninguna otra época del año, y en este nocturno techo estrellado me encanta descubrir la hermosa Cruz del Ávila que nos vigila, bondadosa, desde arriba. 

Diciembre remueve nostalgias y alborota recuerdos. Diciembre, en el idioma universal del imaginario colectivo, quiere decir Navidad. Pero en éste mi Trópico alocado, de calores agobiantes y estaciones al revés, la Navidad no sabe de chimeneas encendidas, ni de cándidos copos de nieve ni de dulces melodías de villancicos… Aquí, Navidad es jugar al “amigo secreto” con intercambio final de regalos y sorpresas (a menudo, desastrosas…); es atiborrarse hasta el cansancio de suculentas (bueno, este año entre la crisis y la escasez, tal vez no tanto…) hallacas caseras (y las mejores son siempre “las de mi mamá”…) y exquisitos panes de jamón; Navidad es aventurarse entre decoraciones barrocas y estrafalarios pesebres de muñecos grotescos; es pasearse entre improbables ventas de pinos canadienses, patéticos Santas barrigones y sudorosos, e inevitables empujones y atropellos callejeros; es estresarse en la bulla delirante de los centros comerciales, rezando para conseguir un miserable puesto en el caos apocalíptico de sus estacionamientos; es esperar que unas chicas indolentes nos atiendan detrás de congestionados mostradores y después otras, mal encaradas por la esclavitud del horario corrido, nos envuelvan, como en cámara lenta, el último regalo, mientras los pies reclaman indignados y el escándalo de las gaitas nos idiotiza! 

Navidad significa intentar sobrevivir al delirio masoquista de maratónicos, temidos, almuerzos familiares entre montañas de pernil asado y cantidades industriales de ensalada de gallina que se empatan, forzosamente, con obligadas cenas corporativas y desordenadas meriendas de oficina, donde a “la Nena” se le olvidaron –¡ay Dios!- los platos de plástico y, bueno, habrá que arreglárselas con servilletas y hojas de fotocopiadora; y resulta que tenemos el panettone pero, cónchale chico, si yo te dije que compraras pandoro, que esas frutillas y pasitas no le gustan a nadie… y el refresco está caliente porque nadie se acordó del hielo… y alguien iba a traer algo salado, pero, tú sabes, en la panadería había demasiada gente y ahora sólo tenemos torta negra y una champaña dudosa que, seguro, está reciclada y ese dulce de lechosa que no alcanza para todos y… y… y…

Y en caso de salir ilesos de tanto exceso celebrativo y tanta criolla desorganización, en caso de sobrevivir al susto de los triquitraques ensordecedores y de los tumbarranchos demenciales del 24, que el vecino de arriba lanza con puntual inconsciencia de adolescente, la Navidad llega para permitir deslizarnos, al fin, en unos días brumosos de providencial letargo y terapéutico ayuno, para intentar recuperar el aliento y purgar los abusos… hasta el último del Año, claro!

!No, no hay mucha poesía que digamos en esta Navidad caribeña, bonchona y pirotécnica! Y, perdónenme pero, en serio, no me acostumbro. Mis raices, a pesar del tiempo y la distancia, claman por algo más discreto, más callado; añoran el abrazo de un abrigo de lana y una bufanda caliente, piden la caricia de unos guantes y el roce de un gorrito, en medio del frío intenso de un invierno inclemente; sueñan con una misa de gallo en la quietud de la noche.

De todas las fiestas, creo que la Navidad sea en absoluto aquella que más nos toca, que más nos habla, que todos llevamos, de alguna manera, profundamente incrustada en lo más hondo de la memoria, que más asociamos con nuestra infancia, con nuestra familia y con las tradiciones imborrables de nuestro hogar. Por eso no me hallo en este alboroto ruidoso que me contagia, sin duda, una cuota inevitable de alegría y hasta de euforia… pero es como si tanto exceso sólo me rozara, quedándose en el aire, flotando entre burbujas evanescentes – las mismas de la champaña – en una superficie indefinida, en una mezcla de sensaciones que no logro administrar pero que, sin embargo, me aturden.

Este año, más que nunca, necesito soledad. Para voltearme hacia atrás, para mirar hacia adentro y encontrar en algún remoto rincón de mi ser esa magia infantil, perdida entre el tiempo y los afanes concretos de la adultez, esa sensación reconfortante y olvidada de emocionada expectativa, esa memoria sana y firme de una recurrencia cálida, íntima y sencilla.

 El ruido cubre el sonido del alma y tapa la voz del sentir. Este año quiero una Navidad de devoción y silencio.

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