A mi casa llegó una carta para mí. Una carta física, en papel, con estampilla del Premio Nobel de Paz colombiano incluida, no un correo electrónico en forma de carta, llegó una carta a mis manos para leerla, verla, olerla y tocarla. Llegó una carta de esas cuando ya casi sobrepasamos la quinta parte del siglo veintiuno. La remitía alguien que, decía, lleva leyendo lo que publico en Internet desde que existe Internet. Hablaba de mis primeras incursiones en la heteronimia hasta las guerras absolutas con ella, por ella, para ella y hasta contra ella; hablaba de mis cuentos desacertados y de los que sí estaban bien hechos, de mis Articuentos flojos, de mis Cronicuentos escuetos y primitivos, de mis múltiples colaboraciones en varias revistas, decenas de blogs, periódicos y demás medios, de los libros que he publicado y de los manuscritos que he desaparecido, de quienes han hablado de mí y de quienes no, de todo lo que he dicho y, para sorprenderme por completo, y dejarme de una sola pieza, de lo que me faltaba por decir. Y finalizaba con una letra única. Firmaba así: S.
Luego de leer la carta no supe si escribir o salir a tomar el aire. No supe qué quería ni qué no. Lo que sí supe, luego de leerla a ella, a la autora de la misiva, fue que ni siquiera yo sabía tanto de lo que he escrito. Supe que no sabía lo suficiente, pero sentí que la carta la había escrito yo mismo.
La carta no la escribí yo, por supuesto, aunque las pruebas indiquen lo contrario, pero estoy casi seguro de que sí. Habrá que esperar a la segunda, o a la última.
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