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daniel campos
Photo Credits: jrm353 ©

A la Reserva Natural Absoluta Cabo Blanco

Todo tiene su tiempo. Hace unas semanas llegó mi tiempo de conocer la Reserva Natural Absoluta Cabo Blanco, en el extremo suroeste de la Península de Nicoya en Costa Rica. Aunque había navegado cerca del cabo, en las azules aguas del Pacífico impetuoso, era una de las regiones de la península que me quedaba por explorar por tierra.

Había sido un anhelo de muchos años, postergado a veces por el escaso tiempo para ver a mi familia y amigos durante mis visitas al país, a veces por escoger viajes a otras regiones, a veces por quehaceres citadinos en mi San José.

O quizá alguna Providencia vital atrasaba mi viaje hasta que me llegara el tiempo justo, como por fin llegó: un tiempo de libertad, de bienestar, de felicidad y plenitud. Me sentía listo para emprender el viaje con corazón gozoso, cuerpo relajado y sano, y espíritu libre.

Sabía que me uniría a un grupo de gente aventurera y comprometida con la educación, la investigación y la conservación del medio ambiente. El grupo, autodenominado “Murciélagos,” cumplía ya casi veinte años de organizar giras y encuentros por parques nacionales y reservas biológicas en las montañas, playas y bosques de Costa Rica. Pero yo era un nuevo invitado y sabía poco acerca de ellos.

Así que llegué un viernes de madrugada al parque de San Pedro, nuestro punto de partida, lleno de expectativa. El primero en saludarme fue un muchacho pelirrojo y afable, Diego, quien llevaba el liderazgo del grupo, así como Fabi, una morena sonriente cuyos anteojos acentuaban su mirada inteligente. En la acera me acerqué a conversar con una pareja muy amable, Isabel y Esteban. Al subir a la buseta conversé de inmediato con Alfredo, un tipo pausado de mirada expresiva, cabello entrecano y voz profunda, y Astrid, una mujer joven de mirada vivaz que andaba desvelaba pues recién había llegado de Alemania. Me hicieron sentir bienvenido.

Poco a poco, se nos unieron trece murciélagos más. A mi lado se sentó Gleice, una jovial brasileña de Recife, quien llegó con Dulce, su amiga de Porto Alegre. Atrás nuestro se ubicó Liliana, una colombiana de ojos musgo con muchos años de residir en Tiquicia. Muy atrás se juntaron a tertuliar Dalia, Emi y Nubia, tres amigas cuya animada conversación reveló que eran juezas. Más adelante iban Mario y Katherine, una pareja alegre; Warner, algo callado al inicio, con cara de buena gente; Lara, muy observadora; Coralia, de mirada intensa; Griselda, de aire dulce; y José Pablo, un compa de expresión cálida y sonrisa fácil, uno de los más jóvenes del grupo.

Pero, ¿quiénes eran realmente? ¿Cuáles experiencias compartiríamos? No sabía qué esperar pero sentía la vibra de que nos haríamos buenos amigos.

Salimos de San José cuando empezaba a clarear. El trayecto lo haríamos por tramos: buseta hasta el puerto de Puntarenas; ferry de allí a Paquera, navegando a través del Golfo de Nicoya; de nuevo buseta de Paquera a la playa Malpaís; y finalmente una caminata de cuarenta minutos hasta la Estación San Miguel, en la reserva, donde nos albergaríamos.

En los momentos de pausa y silencio de camino a Puntarenas, mientras descendíamos del Valle Central entre montañas hasta la bajura del Pacífico, imaginé lo que nos esperaba en Cabo Blanco. Recorreríamos senderos para llegar a playas, cataratas y pozas de agua fresca. Nos adentraríamos en cerros subiendo por el cauce de las quebradas. Encontraríamos bosque tropical seco, aves, monos, mamíferos pequeños, reptiles y el inmenso Océano Pacífico.

Yo esperaba caminar, escalar, nadar y bucear con snorkel. También esperaba conversar, guardar silencio, leer un poquito, escribir poesía en mi nuevo cuaderno de apuntes, percibir lo que la Vida quisiera revelarme. Permitiría que mi corazón sintiera, mi espíritu respirara y mi cuerpo se deleitara con cada sensación.

Sentí que las personas a quienes amo en lo profundo de mi ser estarían allí conmigo en pensamiento y afecto. Como todo viajero, siempre las llevo en el corazón. En un momento de silencio les dirigí mis pensamientos: “Agucen ustedes los sentidos, abran su percepción: sentirán que les amo en el brillo del Sol que ilumina nuestros días, en el resplandor de las estrellas que engalana nuestras noches, en la media Luna que quiere devenir Luna llena para unirnos en sentimiento aunque estemos distanciados, y en el rumor del viento que gira alrededor de nuestro mundo compartido”.


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