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Para leer: El reino artificial de Celeste Olalquiaga

Continuando su exploración del kitsch que ya había iniciado en Megalopolis: Contemporary Cultural Sensibilities (University of Minnesota Press, Minneapolis, 1992), publicado en versión castellana por Monte Ávila de Caracas en 1993, Celeste Olalquiaga nos ofrece con El reino artificial, editado en España por la Editorial Gustavo Gili, un fascinante estudio donde, desde la mirada de Rodney, un cangrejo ermitaño aprisionado en una esfera de cristal, la autorareflexiona sobre la ruina, el kitsch nostálgico y el melancólico, y el papel que tuvo la pasión por el coleccionismo en la vida del siglo XIX.

Si bien esta edición apareció hace un tiempo, es pertinente retomarla hoy, cuando muchos de los temas concernientes a los males de nuestra contemporaneidad, ya habían sido apuntados entonces desde el ojo crítico de Olalquiaga.

Como teórica cultural, pasa aquí revista a los estudios que otros pensadores ―Walter Benjamín y Umberto Eco, entre ellos― dedicaron a la masificación de la producción y la comunicación de masas a partir de la revolución industrial y la tecnológica, para contextualizar el lugar del kitsch dentro de la modernidad y su papel en nuestra contemporaneidad, donde los procesos no son lineales ni continuos sino fragmentarios y escindidos. De ahí que el kitsch, por su capacidad de interpretar el vértigo con que dichos procesos se suceden, y por su poder de revalorizar la copia desde el placer del exceso, sea la estética que mejor se adecua a lo que sentimos y somos.

Con un lenguaje sugerente, la autora nos conduce a través del kitsch contenido en los laberintos victorianos del Palacio de Cristal londinense, y por los pasajes parisinos que considera como un antecedente de este, dado el poder de concentrar en los comercios de sus estrechos corredores un abigarrado muestrario de reproducciones propias del consumismo en ciernes, que alcanzará su apogeo con las tiendas por departamentos y los centros comerciales, cual grandes concentraciones del kitsch manufacturado.

Obsesiones y mitos, desde la inclinación de la sociedad de la época a atesorar helechos en cajas de Ward y mantener complejos acuarios, hasta la fascinación por los reinos sumergidos, las sirenas y los monstruos marinos, encuentran su lugar en el libro,ya de por sí un gabinete de curiosidades, a la espera del lector deseoso de desentrañar las sorpresas que encierra entre sus páginas.

La exhaustiva documentación, investigación bibliográfica y discusión teórica hacen de El reino artificial una obra erudita pero no académica, pues el florilegio de la prosa y lo poético del lenguaje acogen a un público amplio; alerta a lo que Jürgen Habermas, al referirse a la percepción estética del pensamiento moderno, calificó como una cristalización de las impresiones del receptor, en torno al poder de las vanguardias para llevarlo a territorios inexplorados hasta entonces, y donde podría experimentar encuentros con lo desconocido y obtener explicaciones concretas a sus fantasmas más íntimos, sus miedos más secretos.

Celeste Olalquiaga recoge tales inquietudes y las articula alrededor de nociones teóricas y estéticas que le permiten reflexionar sobre la tensión entre tradición y modernidad, característica del siglo XIX. En tal sentido, al referirse por ejemplo a la Atlántida apunta que: “El continente perdido reitera la polaridad entre lo irracional y lo racional, representada en Occidente como una oposición irreconciliable entre la amenaza de las desconocidas profundidades marinas (proyectada alternativamente al espacio cósmico) y la seguridad de una superficie visible y soleada. Esta dualidad (…) explica tanto el sentimiento de infinito privilegio del siglo XIX como, paradójicamente, su incapacidad para afrontar sus propias contradicciones”.

Por ello su mirada, desde los ojos eternamente abiertos de Rodney, es siempre lúcida y alerta a las transformaciones incesantes surgidas de aquella tensión que, no obstante, debe estar ahí para que podamos entender mejor el paso a la modernidad, de sociedades altamente civilizadas pero ancladas en un pasado huyendo de ellas vertiginosamente. De ahí que el coleccionismo, la seducción kitsch y el hechizo de lo remoto y misterioso se convirtieran también en estrategias de sobrevivencia ante el caos que vendría después; permitiéndoles crear paraísos artificiales donde, como Charles Baudelaire, podrían escapar “al dolor, la catástrofe y la fatalidad”con que los movimientos totalitarios y las dos guerras mundiales asolaron a las generaciones siguientes.

Devolverse, pues, hacia los mecanismos con que operaron quienes nos antecedieron, es vital para comprender el alto grado de ansiedad cultural que en este milenio la revolución informática, la digitalización de la información y la existencia virtual están causando a nuestras sociedades.Pero esta revisitación del pasado debe hacerse, tal cual propone Umberto Eco, con ironía y gusto, dos condiciones intrínsecas a El reino artificial a su paso por la modernidad en ciernes, antes de que la intolerancia y el ansia de poder de las grandes potencias destruyeran los favorecedores augurios puestos a signar su nacimiento, y de los cuales el kitsch es también el fugaz vestigio de aquella extraordinaria creatividad y enorme optimismo: “El kitsch está constituido por esos fragmentos dispersos del aura, restos de imágenes de ensueño liberados de su matriz, multiplicados por el palpitar incesante de la industrialización, llenando el vacío que dejaron tanto la decadencia del aura, como el fracaso de la modernidad en su promesa de un futuro radiante”.

Una certeza que se hace hoy mucho más presente, pues nos hallamos en la encrucijada de una explosiva simbiosis entre el progreso inusitado y la violencia más extrema.

Si la desilusión contemporánea mimetiza el pesimismo surgido del fracaso del modelo moderno, también es cierto que sus logros espejean la perplejidad del siglo XIX ante los “ismos”, cuya sucesión se haría más vertiginosa al superarse el malestar del fin de siècle y abrirse a las vanguardias. Por ello este perspicaz recorrido propuesto por Celeste Olalquiaga, es además un eslabón muy útil en el ensamblaje teórico-cultural de la cadena significativa puesta a interpretar los fenómenos modernos y analizar la radicalización de los desarrollos postmodernos.

Y aquí es necesario apuntar que, si bien la autora trabaja con los restos rescatados al naufragio de la modernidad, el tono de su estudio no cae en lo melancólico de considerar todo pasado como algo mejor, ni comulga en el sentir nostálgico de Fredric Jameson y Jean-François Lyotard hacia el “paraíso perdido”del modernismo, sino se apropia más bien del asombro con el cual la edad moderna percibió e intentó explicar lo hasta entonces inexplicable, a veces con nefastas consecuencias. Para ello Olalquiaga se devuelve a los orígenes de la era y discute la contraposición entre racionalismo y misticismo, “entre lo desconocido y lo mágico”,que coleccionistas, teólogos, intelectuales y científicos hicieron suya buscando interpretar el mundo.

Con esta estrategia El reino artificial precisa los contenidos de un proceso cultural que, visto en el contexto amplio de la modernidad, sigue siendo para algunos pensadores, como el mismo Habermas, un proyecto inconcluso. La experiencia kitsch, en torno a la cual la autora posiciona dicho proceso, le da la flexibilidad necesaria para discutirlo a fondo y desde lo que quedó en el fondo, es decir, sus restos cristalizados: “El kitsch es el residuo de los sueños de trascendencia propios de la modernidad, un resto cargado simultáneamente de esperanza y de imposibilidad, una ruina”.

Y es, ciertamente, esa ruina lo que El reino artificial revaloriza tal cual, más recientemente, Celeste Olalquiaga ha llevado a cabo en Downward Spiral: El Helicoide’s Descent from Mall to Prison, del que nos ocuparemos en una próxima entrega.

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