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El monstruo bueno. Frankenstein cumple 200 años

Celebrar el cumpleaños de un mito exige mucho. Los mitos no están a nuestro alcance y suelen demandar una atención similar al tamaño de su pedestal. En el caso de esta efemérides – la de Frankenstein que cumple 200 años – se dan cita dos estructuras culturales que empezaron un viaje mítico, por demás exitoso, pero el personaje escapó al encierro literario y creció –magnífico- fuera de sus fronteras. La novela es una cosa; el monstruo, otra. Ambos se yerguen como faros que ayudan a comprender y a comprendernos, ambos alimentan deseos y miedos muy, muy humanos; ambos nos piden cuentas. Novela y personaje representan la cúspide del talento bien aprovechado. Salud!

El subtítulo de la novela, da buena cuenta del objetivo que se propone alcanzar. El moderno Prometeo nos indica que estamos ante una novela de tesis que echa mano de la fábula griega ligada a las dudas sobre la bondad del conocimiento cuando cae en manos de la parte oscura de la naturaleza humana. Prometeo roba el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres, violando la disposición de Zeus que conoce bien a los de su calaña; es decir, a los humanos comunes y corrientes. Sabe que el conocimiento guiado por el ansia de poder y el hambre de fama produce, literalmente, monstruos. El mito nos cuenta apasionadamente cómo Prometeo reta a Zeus para demostrarle que la solución no es mantener a los hombres en la ignorancia. Y luego , ya sabemos: ira de Zeus, castigo ejemplar para el transgresor, águila que roe entrañas, llega Hércules salvador y colorín, colorado….este cuento , en realidad solo ha empezado porque si a ver vamos con las perspectivas de este siglo , dudamos de si Zeus no tenía un poquito de razón.

Mary Shelley fue capaz de verlo, allá, por 1818, con lucidez y maestría que se le han reconocido -¡cómo no!- con la rendida admiración de lectores de cualquier condición. Vio que la ciencia podía ser un arma de doble filo ( como casi todo lo que vibra en este mundo ) al oscilar entre la necesidad y el temor, al convertirse en una pasión del ego, al sucumbir a la ilusión del poder y, sobre todo, al practicarse para mandar sobre la tierra y el cielo. El eterno juego de querer ser Dioses sin tener con qué. En una época de crisis ( ¿cuál no lo es?) religiosa, moral y social, con la Revolución Industrial ladrando tras la oreja, la tecnología gestando sus mandamientos, FRANKENSTEIN, la novela, advierte sobre los peligros del progreso hipnótico, de la libertad ejercida sin responsabilidad, de la crueldad oculta bajo la máscara del saber, del mal que se cobija bajo la aparente superioridad intelectual y el bien que se pierde por la discriminación intolerante.

Concebida bajo el modo epistolar, muy propio de su tiempo, se inclina por el tono confidencial, íntimo del diario y la crónica para intentar darle carácter documental y verosímil a una historia que inaugura lo que llamaremos más adelante la ciencia ficción y que se construye con pretensión de ensayo usando la fantasía. La novela es toda una reflexión filosófica que cabalga sobre la imaginación y se estructura en tres narraciones concéntricas : el círculo exterior que contiene a los otros dos y está formado por la carta de Walton a su hermana que incluye el relato del Dr. Frankenstein a Walton y , dentro de este la historia del monstruo contada por él mismo como relato independiente que escucha el Doctor.

La reflexión filosófica de la novela invita a construir una nueva pedagogía basada en el amor y la comprensión de lo extraño, invita a dejar de usar el conocimiento como arma para obtener poder personal, invita a detenerse a tiempo cuando nos tienta la vanidad, y proclama que el Mal deviene de la infelicidad. La perversión, la acción desalmada proviene de la ausencia de humanidad. Al que no se le ha enseñado el Bien no puede ejercerlo. Al que se le ha enseñado y sabe distinguirlo perfectamente del mal, y aún así lo ejecuta, se le llama monstruo. Y llegamos al personaje, a la clave de la obra.

El monstruo se ha desprendido de tal forma de su ropaje literario que lo encontramos en el cine de todas las épocas, en el arte gráfico, el cómic, el cuento infantil, los programas de televisión. Lo encontramos satirizado, parodiado, en los carteles publicitarios y en letras de canciones. Aniñado, dulcificado, o tan malvado que da risa ha recorrido el mundo entero, las escenas de toda clase, ha superado el estereotipo y se ha independizado de su hábitat. Al punto de generar la confusión de que él es Frankenstein, cuando ese es el nombre de su creador, el eminente doctor que quiere dar vida a un ser sin pasar por las leyes naturales, y se le olvida el pequeño detalle de fabricarle un alma. Y en ello reside la embestida del tema : ¿quién es el monstruo? ¿La criatura construida a imagen y semejanza de un ser inconsciente e irresponsable, que usó mal sus saberes y quiso suplantar a Dios? ¿O el creador despiadado que no puede darle atributos del alma a su hechura porque no los tiene? Mary Shelley en un rasgo que la honra nos muestra una respuesta amarga que duele en la médula: nada bueno saldrá de los hombres si no son capaces, primero, de estar a la altura de su compromiso racional.

El Minotauro de Creta mostraba su monstruosidad al poseer cabeza de animal y cuerpo humano: señal de la deformidad más alarmante, la de pensar con los instintos. Bajo este paradigma la idea de lo que es un monstruo corresponde a cualquier ser que no se avenga al orden natural, cometiendo actos opuestos a la esencia de lo humano. Aristóteles los tilda de “errores de la naturaleza.” Y damos por sentado que se dedican a perpetrar hechos de maldad de grandes proporciones. Sus actos infames los separan de la comunidad humana que los expulsa de su seno y busca exterminarlos para recuperar la armonía que los monstruos devoran. Sin embargo, nuestro monstruo es una excepción. Más ángel que demonio, más vulnerable que todopoderoso, más respetado que temido no se mueve entre lo imposible y lo prohibido. Lo mueve la peor de las imperfecciones que ha heredado de su creador: la imposibilidad de amar y ser amado, que en su caso, como hechura anti-natura, tiene aceptada explicación. Y él la expresa conmovido y nos conmueve: “soy malo porque soy desgraciado.” En esa asunción de su ser mutilado, en esa orfandad de valores radica el aspecto sublime de esta novela.

Sin amor no hay cómo producir Bien. A la distancia de 200 años el mundo se ha llenado hombres envilecidos de poder y monstruos ciegos de venganza. Gente que anhela amor y siembra odio porque no le han enseñado otra cosa. Mary Shelley escribió la historia de cómo los seres humanos se hacen abominables. Cómo se van convirtiendo en monstruos en cada acto donde se manifiesta lo peor de sí mismos. Mary Shelley y su criatura hecha de desechos de la muerte nos enseñan que hemos olvidado por qué es bueno ser bueno, y por qué es malo ser mal. Y estamos a punto de olvidar cuál es la diferencia.

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