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Willy Wong
Photo Credits: barbara w ©

Resiliencia perdida

Su mirada era esquiva en el quehacer ordinario, laxa cuando lo visitaba una interrogante punzante y dormida si enfrentaba una contradicción externa. Se refugiaba en lo distinguido y la proyección paternal, aferrándose constantemente a ilusiones de plenitud y confort imperecedero. Vivía ensimismado en su estado corporal, adonizándose como si la materia no terminara bajo tierra y en los labios de las larvas. Toleraba incesantes cólicos de hambruna y desérticas membranas bucales, mas no la sencillez de una vestimenta promedio o la repetición de una prenda estrenada un fin de semana. Jugaba con el amor de unos y otros para adjudicarse el lujo que anhelaba de las pantallas y los anaqueles. Muy de cuando en vez daba permiso de flaqueo a sus sentimientos, y solo si percibía que la belleza ajena sobrepasaba sus lujuriosos sueños caucásicos. Su única fidelidad se depositaba en un felino casero que lo esperaba cada noche, y del cual absorbía el cariño incondicional que pensó era inexistente en lo que alguna vez llamó casa.

Así era él, así era Gabriel, un varón que comenzó el viaje de la desvalorización como ser humano cuando renegó la realidad que el destino, desgraciado a su parecer, le proporcionó. A los cortos seis años, casi como cuando se narra una fábula de horror, sus oídos recibieron la neurálgica confesión de su madre. Embalsamada en tonos preocupantes y urgentes, le desplegó en el rostro y en la fragilidad de su alma, que aún no existía como ciudadano peruano. Su padre biológico negó, al ritmo de Simón Pedro, estampar su firma en la credencial de nacimiento. Un suceso que pudo inmortalizarse en la inadvertencia de no ser por las exigencias escolares, esas que motivaron la insensible revelación maternal y que encendieron la paupérrima decisión de grabar, en este crío, el apellido de otro ex cónyuge de la progenitora. A bocajarro, sería legalmente reconocido por un perfecto desconocido.

Los proyectiles emocionales permanecieron apuntando al corazón de Gabriel. La ciudad lluviosa y de cielos violáceos que transitaba de norte a sur, para vender hortalizas después de las horas de instrucción en el colegio, abrumaba sus sentidos y asfixiaba el gran sueño de realización. Esa tendencia que en su diminuta habitación de esteras vivía secretamente y con pasión desbordante; era juzgada de esquina en esquina, de voz en voz. Tendencia a la que la ignorancia de su precario y desconcertante hogar probó asesinar, arrojándolo a las veredas y pistas públicas a los catorce años. Con una mochila repleta de rencor, calzando zapatillas de pubertad en proceso de transformación a basura y vistiendo un polo raído con el logo de la homosexualidad; fue lanzado a la turbulenta calle. Arrojado a las vías por donde el bus de la excelsa resiliencia jamás localizó.


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