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Paola Herrera
Photo Credits: cornexo ©

Sister

Hace días establecía una conversación con mi hermana sobre las vicisitudes de la vida; suele ser un acontecimiento común para los otros, sin embargo para mí es como conversar en un edén donde reina la paz y muere la aflicción, es sagrado, es lo que una iglesia suele ser para un devoto, lo que Buda para los hindúes, lo que Alá para los musulmanes, lo que la naturaleza para los hippies y la casa para todos. Mi hermana y yo nos llevamos 19 años de diferencia, pero cuando nos sentamos a charlar es como si las dos fuésemos una, como si hubiésemos florecido en un mismo vientre veraniego, el mismo día primaveral de mayo y el mismo año. Con ella existe una conexión que domina y vence mis explicaciones porque camina más allá de un lazo de sangre que nos podría unir si ella fuese hija de mis padres o yo fuese hija de los suyos. Mi hermana llegó a la existencia de mi madre cuando tenía 11 años, y yo llegué a la de ella cuando estaba a un par de años de terminar su primera carrera universitaria. La mía apenas está a punto de comenzar o bueno eso creía, la situación en la que el país sobrevive me impide mantener una cronología estable de mis estudios, así que por ahora soy funambulista en esta cuerda negra llamada socialismo.

Yo jamás lograré comprender ese enlace cósmico que se construye con un ser tan distinto a ti, esa energía que se vincula a la espiritualidad y que cuando dos establecen relación, llega la paz. Así le sucede a mi anatomía cuando un día cualquiera colmado de agobios e incertidumbres, me siento en la cama, en el sofá, o en la mesa que adorna mi sala y establezco una conversación fluida con mi hermana. Nos sucede a todos, de eso no tengo duda alguna, hay quienes tienen con quién desahogar las penas que carcomen su placidez, hay quienes encuentran la serenidad en cuerpos sin sombras, en vidas ajenas, en bocas santificadas y lacradas con benevolencias. Yo la tengo a ella y todo está bien.


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