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Fabian Soberon
viceversa mag

Nada pueden hacer Shakespeare ni Dante, nuestros dioses

A Philippe Claudel

En las calles frías de París, cerca de la zona histórica del mayo francés, Philippe Claudel me dona, involuntario, una clave de su novela-ensayo Bajo el árbol de los Toraya, una clave que no entiendo y que ahora, lejos, puedo comprender. Philippe me dice que su gran amigo, el editor de sus libros, ha muerto y que esa ha sido una pérdida irreparable.

No hay dolor en la voz gruesa de Philippe sino una extraña resignación, un hilo tenue, dulce, como una canción de cuna para difuntos.

Aquí, en Argentina, bajo las ramas secas de un árbol silencioso y amable, leo la novela-ensayo y entiendo, lejos, la conexión entre la ficción y esa frase suelta, pronunciada al azar, por Philippe, alto y paciente, en la mañana helada, cerca de la plaza del mayo francés.

Tengo conmigo, inseparables, las veredas solitarias del boulevard Saint Michel y veo la silueta de Philippe cuando nos despedimos y se esfuma y siento un escozor que horada mi centro. Philippe es mi Virgilio. Y su sombra no es una sombra vana sino el fulgor irrefutable de un poeta exquisito. Philippe se va como el mantuano y su ausencia se agranda con los meses: es, definitivamente, un amigo a la distancia.

Las palabras de Philippe recordadas en la calma engañosa del invierno del sur son el alarido de una sombra del infierno dantesco: cuando un amigo se muere, el mundo es una herida absurda, una isla sin nombre, es Dinamarca y una Cárcel. Nada pueden hacer Shakespeare ni Dante, nuestros dioses tutelares.

La muerte pisa con pie equitativo a las personas reales y a los entes de ficción.


Photo Credits: Extract from the book cover of «Bajo el árbol de los Toraya,» by Philippe Claudel

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