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Leonardo Angulo Torres
Photo Credits: R Barraez D´Lucca

Un respiro

Contar la realidad como ficción para que el asfalto de nuestras ciudades no nos pese tanto.

Cuando laisa, elyan, lacaro o ladani me decían que no podían salir después de cierta hora empecé a tildarlos de aburridos y me fui alejando de ellos. Cuando me refugiaba, de algún modo, me iba hacia adentro de mí mismo, a ver cómo me perdía bebiendo, como Juan Charrasqueado, envalentonándome o escondiéndome para que el miedo me pasara de lado.

Si lo repetían no les creía, la muestra era muy pequeña en la población de mis amigos. Cada uno había sufrido lo suyo y era fácil entenderlo como algo que no les había pasado en carne propia. No, no salían de noche y eso que aún Caracas no se había vuelto tan de manifestación y por ende tan desierta. Incluso desde lejos no me atrevo a pronunciar sus nombres. ´

Eran para mí unos extraños, resolvían pasearse por la urbe con el furor de las tascas sabana grandezcas y chacaoenses sin la preocupación de saber cuál sería el próximo pasapalo que antecede a la cerveza que vendrá: un tequeño, unas chistorras, unas papas. No había miedo más allá del colesterol.

Recuerdo aún en nuestra última ronda, ladani iba dando tumbos en el carro esperando a que mi figura llegara a fumarse un cigarro en la esquina, en la primera vuelta había resuelto que si no me volvía a ver se iba. Tuve suerte, la tuvimos. Su pie y su mirada no iban a dejar de temblar hasta que no llegara al filtro. Tranquila, no pasa nada, ya podemos entrar. Así pasó con los otros, dejaron de ir a fiestas, a casas, a lugares donde la noche no les diera la promesa del resguardo. Aun así persistí en la terquedad.

Caracas se ha vuelto una madriguera apurada, a partir de las cinco, una euforia colectiva arremete contra los torniquetes y autobuses para llegar lo más rápido posible, para entrar en casa. No tengo ese privilegio, no corro cuando salgo del trabajo, siempre estoy ahí. La euforia por salir se hace a la inversa.

Desde que entré a la universidad, hasta ahora que tengo tiempo fuera de ella, he visto como a los amantes nocturnos de a pie nos han cerrado las ganas, los domingos es un suplicio tomarse algo con la tranquilidad de volver. Eso fue lo que pasó, también un domingo.

Todo empieza con una bomba de aire y termina –también– con eso. Dos días antes se lesionó una pierna y camina cual signo de puntuación combinada. Luego, un libro y otra vez la petición por la bomba, sí, de aire. Todo está magníficamente orquestado. Primero los chinos, luego un restaurant de esos que parece que clásicamente están a punto de cerrar, un oasis abierto un domingo.

Es lógico pensar que una ciudad tan desolada sea un paraíso para los taxis. Es lógico, relativamente, en la jauría del desierto no corren tanto las manadas. Acaso el calor de uno se vuelve en el temor de los otros. No hay nada y mientras pasan el tiempo y las cervezas, el temor de no saber cómo volver crece. Incluso estando a 5 cuadras de casa. Andar por una –como esta– ciudad de noche es comparable a un campo minado, cada paso cuenta.

La bipolaridad juega entre la noche y el desespero de saberse desolado. Llame en 20 minutos, no tenemos unidad cerca de su zona. Y de veinte en veinte las cosas se hacen más deshabitadas. Del metro a la casa, no hay más de 10 cuadras, del lugar donde estamos al metro no hay más de tres, una opción es refugiarse en otro lado, esperar a que exista una unidad. La bomba de aire está en el bolso, cualquier cosa.

Una vez más, como otras veces, del sitio al metro, la confianza de la noche aún. Las escaleras están cerca, 200, 100, 0 metros. Cualquier cosa corres y yo los freno.

Cuando se ven las escaleras iluminadas hacia abajo después de tanta oscuridad, el infierno no parece tan dañino. Como bienvenida se escucha una petición de dos niños como petición de entrada. Inmóviles al paso, cuando empiezan a sonar las escaleras en la espalda. Corre. Y el bolso que se engancha en uno de los centinelas de antes. Me vas a dar todo o no. Corro. Ella corre. El bolso trata de salirse de las manos. Son niños, corre. Sácatelos de encima. Mira de reojo y hay un cuchillo. Ella corre. Al llegar al final de las escaleras hay cuatro más. Uno, un poco mayor, los otros cinco son niños, nada más. Cada uno con un cuchillo en la mano, ninguno uniforme, todos distintos, reconozco que dos, al menos, se parecen a los de mi casa. Uno de sierra, otro de mango negro filoso. Todo muy familiar. En 10 segundos estoy en un ritual. Una rueda con cuchillos en vertical que se acercan al cuerpo en horizontal. Me revisan los bolsillos y se llevan todo en 5 segundos más. Intento arrebatar uno y los dedos no me arden. Pienso en los guardias de sabana grande. Ella está corriendo, espero. Cálmate, chamo. En los amigos que no quieren salir de noche. Ahora el bolso que tiene un libro que he perdido más de 3 veces. Dame el bolso y una mano del más grande se posa en pleno centro de la nariz. En la ciudad que no es mía. Los demás siguen en el ritual, una cruz de cuchillos se va forjando en vertical y horizontal. Dame el bolso. Y me cuesta ahora. Pienso en Batman. Dame el bolso y ahí cuando termina de salir no tengo nada más que sangre. El más chico de unos ocho años lo logró. Unos segundos más y el ritual tiene que cambiar de lugar.

Bajó las escaleras del metro. Corrió, menos mal. Me cuesta respirar por el golpe, por los dedos que se tiñen de rojo. Me cuesta respirar y me pesa el bolso de un lado que no tengo. Un agujero mínimo, ínfimo, en el costado superior derecho, pequeñito, me hace respirar más rápido. Duele el hombro y una gran parte del piso del metro se vuelve de un color que aunque en nombre es el mismo del operador del transporte no se parece. Respiro lento. Ni se sintió. Emana cada vez más sangre, una y otra vez. Respiro lento. Duele. Veo la bomba de aire que se escapa a través de la cartera. Disculpe, pero no escucho el pulmón derecho. De noche uno no puede ver tampoco la montaña, ese pulmón natural, con normalidad. Una ciudad con miedo ya no se puede llamar ciudad.


Photo Credits: R Barraez D´Lucca ©

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