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Manuel Lopez
viceversa mag

La lista

Al empezar, desde aquel portal en alto de la calle Marina nunca pensé lo que sería mi vida. Todo era casi perfecto entonces, o lo más perfecto que he conocido. Claro, no había vivido nada. Aunque no cabía dentro de mi cuerpo, que a veces era obeso y otras menos. No entendía porque las personas de mi edad me aburrían demasiado. No jugaba con los muchachos del barrio. Siempre buscaba a personas mayores que tenían historias interesantes para contar. Las escuchaba con atención. Incluso pretendía haberlas vivido a la par.

No tuve un guía específico. Fui haciéndome lentamente y tropezando a cada dos pasos y aprendiendo de todos, a veces sin que ellos mismos se dieran cuenta.

Aprendí a amar la música y el vino a través del ex marido de una tía. Un hombre raro que a veces me llamaba la atención y otras lo llegué a detestar. Caminaba por la casa medio encueros, con una toalla cubriéndole sus partes, bebiendo el jugo de naranja del mismo recipiente. Eso me sedujo y me asqueó también.

Cuando algo aparecía que me podía interesar, salía en un tipo de cruzada a buscar más información. Así pasó con la literatura, el cine, la música, casi todo.

Los primeros años en este país le tomé un rechazo desmesurado a todo lo relacionado con Cuba. Aborrecía hasta las canciones. Recuerdo cuando Lissette sacó su versión de Total Eclipse of the Heart en español. No lo podía creer. Decía horrores a todos los que se detenían a escucharme. Casi nadie lo hacía. Despreciaba ser cubano y ser refugiado y lo peor, ser marielito. Entonces no sabía de Reinaldo Arenas, ni conocía a tantos otros talentosos marielitos. Nos habíamos ido de un lugar que nos insultaban por el solo hecho de querer irnos. Y al llegar aquí, hasta los familiares de uno le gritaban escoria, supuestamente en broma. Palabras despectivas que los carceleros cubanos crearon solo para nosotros.

Siempre cargué el peso de ser diferente. No entendía en mi adolescencia cual era esa diferencia, pero la palpaba. Los muchachitos, también recién llegados como yo, con sus jeans apretados y pullovers Lacoste me miraban raro. Alguno hasta me cuestionó porque no me gustaban las muchachas que siempre se tiraban encima de mí. Tuve que haber tenido la valentía de decirle que lo prefería a él, en todo caso.

Desde entonces comenzaron las escapadas. De ahí nacieron los secretos. Los deseos reprimidos, y los que lograron materializarse con hombres desconocidos. Con cada extraño que se agarró sus huevos mientras observaba con alevosía al gordito con shorts azules y labios pulposos. Debajo de las escaleras me apretaron contra la pared, raspándome la cara contra el estoco. Siempre pude escapar. Luego fantaseaba con los bigotes y el diente de oro del que se ponía aquellos pantalones marrones con pantas anchas.

Hoy mientras viajo en el tren Q desde la 94 a la 42 intento hacer un inventario de lo que ha sido esta vida. Hay mucha tela para cortar, o contar. Observo a un americano altísimo que viste shorts y tiene unas piernas rollizas y rosadas. Me place ver como las abre y las cierra. Se le amontonan los rollitos de un lado y del otro. Pierdo la noción de la hora, del día, y hacia dónde voy. Reconcilio las cifras. Hago la lista. Recuerdo nombres y  placeres compartidos. Por primera vez noto que la memoria me falla.

Cierro los ojos y pretendo que son los 80 y pico. Recuerdo las veces que mentí a mi tía y le dije que pasaría la noche en casa de Laura, una amiga del colegio. En realidad me pasaba a buscar un hombre diferente cada vez. Un judío, un farmacéutico, un bouncer de un bar Gay, un hombre con SIDA, todos tuvieron un pedazo de mí. Los dioses al cabo de cuentas, y las plegarias de mi madre han sido bondadosos conmigo. Estoy vivo y saludable, si no contamos con la puta diabetes que comenzó un diciembre suicida.

El tren hace un alto brusco y el flaco sentado al lado se me viene encima. Huele a tuna sándwich. Me desengancho de lo que pensaba y me pregunto quién comerá atún tan temprano. El flaco lo hace. No quiero vivir con un flaco así. De hecho ahora mismo no sé si quiero vivir con alguien más. Aunque me seduce la idea del café compartido. Me gustaría oír a Miles Davis con ese poeta que tuvo la gentileza de enviarme el LP. Sí, me gustaría compartir con ese poeta que aparece y desaparece. Sería maravilloso despertar una mañana y que todo en la vida de uno estuviera en un buen lugar.

Me doy cuenta que esta cadena de pensamientos ha azotado de repente porque en unos días cumpliré 48 años. Eso, y el tema de cómo conocer a un hombre a esta edad lo han provocado.

El terapeuta me dice que debo estar disponible. Casi me obliga a circular. Y yo le pregunto que hace uno a esta edad buscando novio en Nueva York. ¿Cómo se encuentra? ¿Quién querrá detenerse a conocer a este tipo que cada día se le hace más difícil el diario? Me dice que use todas las herramientas. Y confieso que no sé usarlas. En lo que llevo de soltero solo el farmacéutico, un dominicano lleno de oro, me ha dicho; “Manuel pero tú estás muy bonito”. Yo solo pude contestarle, “tú crees, mira que a veces me siento de ochenta.”

Es un hecho que no estaba preparado para comenzar de nuevo en una ciudad que todavía no conozco del todo. Nunca voy a estar preparado para empezar a advertise myself en esos sitios de dating. Lo traté una semana. Conocí a un cubano de New Jersey que antes de conocerme quería saber si yo pasaba por su riguroso escrutinio. Quería saber cuántas pulgadas tiene mi pene. Delete.

Digo en voz alta para que todos me escuchen que no quisiera otro latino, especialmente un cubano, pero el terapeuta me explica que posiblemente viene eso mismo. Me dice con esa voz suya de argentino bien bañado, perfumado y hasta calcetines planchados que debo aprender mi lección. Trato de negociar con él diciéndole que me encantaría un blanco americano, pelirrojo y velludo. No acepta mi oferta. Está completamente seguro del cubano que está por llegar. Le insisto que estoy dispuesto hasta que sea judío. Puedo disfrutar del whitefish y el sauerkraut si me lo propongo. No se transa por nada.

Quizás el portal de la calle Marina fue mi primera prueba de fuego. Ahora empiezo a darme cuentas que de repente no era tan perfecto aquel comienzo, que si hubiera permanecido en la prisión isleña nunca habría aprendido a volar. Nunca hubiera ido con mi amiga Clara por el freeway cantando canciones al viento, de camino a visitar a un amante encarcelado. Es muy posible que jamás hubiera caminado por las callejuelas de Venecia buscando al Palazzo Mocenigo donde Lord Byron vivió una temporada. En fin, la verdadera lista se me viene encima. Es mucho más extensa que los nombres de hombres que intentaron domarme.

Esto me calma un tanto. Me ubica y me dice que es muy posible recuerde este preciso momento en unos años y hasta llegue a llamarlo el mejor de mi vida. Todo es posible. ¿Quién sabe si los 48 se conviertan en un tipo de Camelot para Manuel?


Photo Credits: Daniel Gonzalez Fuster

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