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Fabian Soberon

Rembrandt

Rembrandt está sentado frente al espejo. Su mirada cruza el espacio entre la tela y sus manos. Su mirada elimina el espacio entre la tela y sus manos.

Devorado por la oscuridad, necesita el olvido. El marco blanco está colgado en el caballete. Respira profundo y lanza las pinceladas iniciales.

Detrás están los años felices de la juventud. Pero ahora se desvanecen los años inolvidables con la mujer de su vida. Rembrandt es un gran maestro pero viejo, abandonado. La melancolía lo asalta incontables veces como los colores asaltan la futura pintura.

Rembrandt se pinta a sí mismo para encontrar el hombre que no es en su vida miserable. Rembrandt pinta su cara para descubrir un misterio.

El otro Rembrandt, el viejo artista hecho de pinceladas y colores, es más feliz que el pobre inventor de las luces y las sombras.

Después de horas de pegar el pincel en la tela, descubre que ha trasladado el misterio que lo acompaña desde la infancia. Él, el Rembrandt de carne y hueso, ha pintado el diáfano y persistente Rembrandt de una y de todas las mañanas.

Detrás de los siglos, finalmente, advertimos que no recordamos la solitaria existencia del viejo sino la serie caótica de autorretratos que nos entregan, no la vida del pintor, sino ese enigma que persevera en las imágenes.


Photo Credits: John Morgan

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