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Orlando Romano

Crónicas de mis putas urbanas: Una niña en blanco y negro (Parte II)

A Alfredo Rossi Cabanne

─Cuénteme cómo ocurrió.

Antes de empezar su relato Giorgio Filipazzi se disculpa por la falta de orden y aseo de la casa. Me deja saber que una señora se encarga de eso tres veces a la semana, pero que hace un mes que no va, poniendo excusas en las que él no cree. Se asume, risueño, como un cascarrabias difícil de soportar, al que la gente ya no desea ver ni aunque le pagasen para ello. Hay un silencio triste que acaba por envolvernos a los dos.

─El destino se las ingenió para que yo me encontrase en un bar de Nápoles cuando alguien mencionó que Vildoza presentaba un libro de poemas a unas pocas calles de allí. Restaban un par de horas para la presentación, así que decidí ir a pie y hacer tiempo en un museo. Sabía que aquello me hacía mal, pues yo detestaba a aquel hombre.

─¿Y cuáles eran las razones?

─Mi madre, en su juventud, soñaba con ser escritora. Y admiraba a Vildoza. Escribió varios cuentos que conservo y que, para su edad, considero bastante aceptables. Tendría unos veinte años cuando venció su timidez y se le acercó en la Feria del Libro de Buenos Aires. Le preguntó si podía participar en su taller literario. Entonces Vildoza la miró de arriba abajo, y le dijo que se trataba de un taller sumamente caro, que lo lamentaba. La ignoró, y siguió firmando ejemplares, como si nada.

─Caro. ¿Y cómo supo él que su madre no podía pagarlo?

─Por su aspecto, es lo que pensé y lo que pensó ella. Mamá llevaba aún su ropa de trabajo. Y su labor consistía en limpiar los baños de un gran edificio de oficinas. De haberse bañado y cambiado, corría el riesgo de no encontrar a su escritor favorito. Vildoza no aparecía en público muy seguido. Y cuando lo hacía, era fugazmente.

─Es cierto. Pero… ¿por aquel antiguo desaire usted lo mató?

─Mamá no volvió a escribir nunca más. Incluso dejó de leer. En su diario leí que lloró dos días seguidos. Enfermó de tristeza. Perdió diez kilos. Ella nunca había renegado de su condición de persona humilde, de campesina, pero en esa ocasión maldijo la pobre vida que llevaba, y se juró renunciar a su trabajo y salir adelante a como dé lugar. Y ya se sabe que cuando uno busca, encuentra. Y encontró a las personas equivocadas.

─Qué me está diciendo.

─También en aquella época había redes de prostitución. Usaban, sobre todo, a las inmigrantes viudas o huérfanas que no tenían forma de ganarse el sustento. Las tentaban con un trabajo como cualquier otro, y caían en la telaraña. Como ve los viejos mecanismos siempre existieron, pasa que ahora están más aceitados.

─Y usted responsabilizó a Vildoza y lo asesinó.

─Mi madre cayó en la prostitución a los pocos días de hablar con el viejo, de decepcionarse con él. De no haber sido así, ella habría conservado su trabajo y no hubiese estado a la deriva en Buenos Aires. Aunque nadie puede saberlo… Y tal vez yo sabría quién fue mi padre, y no sería un bastardo… Para serle franco, una parte de mí culpaba a Vildoza, pero nunca al extremo de planear asesinarlo.

─Pero lo hizo.

─Le aseguro que no pretendía hacerlo. Mi propósito era verlo, escucharlo, por curiosidad, o por autoflagelación. Por cualquier cosa, pero no estaba acechándolo.

─Qué es lo que pasó, entonces…

Aquí hay un intervalo. Filipazzi dice sentirse cansado de hablar, que le falta el aire. Se para. Va hasta la cocina. Oigo unos cubos de hielo cayendo en un vaso. Regresa. Se sienta y permanece un par de minutos en silencio, haciendo claros esfuerzos por recobrar el aire.

─La presentación del libro duró una hora. Luego tuvo lugar el brindis y toda esa farsa donde los escritores desconocidos procuran conocer a alguien que les haga favores y los escritores conocidos desean llevarse una mujer a casa. Yo escuchaba atentamente a Vildoza (con unos viejos hablaba del poeta Giacomo Zanella, y yo tuve deseos de decir que para escribir andando en moto hacía falta mucho ingenio), y cuando decidí marcharme oí que él también se retiraba. Alguien se ofreció a llevarlo a su hotel. En realidad fueron varios los que se ofrecieron, pero él se negó, dijo que prefería caminar un poco, que le haría bien. Supe que allí había un destino.

─Lo siguió.

─Lo hice, sin saber por qué. Iba a dar media vuelta cuando vi que se internaba en el Parque Real de Capodimonte. Se detuvo bajo un farol para encender su pipa. El lugar estaba desolado. Crucé a una pareja con un niño que llevaba muchos globos; caminaban rápido, huyendo del frío de la noche. Me acerqué con cautela, para no asustarlo, y le dije que los poemas que acababa de leer eran una delicia. Sin asombro, me reconoció:

─Las malas lenguas dicen que publicará un bestseller ─lo dijo como quitándole cualquier mérito artístico a mi obra, casi con desprecio, como si un bestseller le resultase muy poquita cosa. Y no dijo nada más, me ignoró. Se disculpó y siguió caminando. Lo que siguió después ocurrió como dentro de una burbuja, una burbuja hecha de fiebre. La imagen humillada de mi madre se retorcía en mi cabeza como una serpiente a la que han prendido fuego. Di unas zancadas furiosas, lo alcancé y lo sujeté del brazo. Recuerdo que la pipa cayó al suelo. Me miró con ojos de espanto. Le dije “usted escribió muchos libros donde la valentía aparece por todos los rincones. Pero veo que escribió siempre sobre lo que no conoce. Usted es un maricón”.

─Era un pobre viejo. Entonces realmente fue usted…

─Eso mismo le dije: “Sos un pobre viejo. De lo contrario te mataría ahora mismo”. Lo agarré de las solapas y lo miré cara a cara. Éramos dos sombras inmóviles debajo de un cedro. El humo de nuestra respiración cortaba el aire. Entonces oí como un rumor de agua. Comprobé que no llovía. Era Vildoza que se meaba. Lo odié por hacerme vivir aquello; le referí lo acontecido con mamá, aquella muchacha pobre a quien le dijo que su taller literario era demasiado caro como para que se sumara a él. Abrió los ojos de par en par, y luego sonrió con una mueca ambigua y socarrona que le descompuso las facciones. Ese gesto precipitó todo. Quiso explicarse y no se lo permití. Me escupió en la cara. Un remolino de ira me oscureció los pensamientos. Saqué la pluma de mi bolsillo. Di una ojeada alrededor: los globos se borraban en la distancia… Entonces lo hice.

Enmudecemos. Las mejillas de Filipazzi están rojas. Le tiembla primero el mentón, luego todo el cuerpo. Y finalmente agrega:

─Daría mi alma al diablo a cambio de olvidar esa tragedia, a cambio de que no haya sucedido nunca… Mientras agonizaba me dijo algo: “caro no es plata, caro es sacrificio, esfuerzo”. Fue lo que pretendió decirle a mi madre. ¿Puede creerlo?

Hunde la cara entre sus manos arrugadas y titilantes y empieza a llorar, a llorar con un dolor que no he visto nunca; es el sufrimiento de alguien que tiene sobre los hombros toda la pena del mundo. Nereo le lame las pantuflas, en un claro afán de consolarlo. Y él, en un entrecortado gemido, añade: “Nunca se me fue de las manos el olor de su colonia de afeitar”.

Giorgio Filipazzi murió hace un par de meses. Mientras escribo estas líneas, Nereo juega con su pelotita de goma debajo de mi escritorio; también me acompaña el retrato (ignoro por qué lo tomé) de esa niña que me mira en blanco y negro, desde la espuma de los tiempos, con unos ojos rebosantes de sueños.


Photo Credits: Quinn Dombrowski

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