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Fragmento de “Eterna Brisa” (del capítulo 27)

«… la Pétite Carmen y el joven Sébastien fueron presentados formalmente. La Española organizó una cena con la excusa de la celebración de Le Poisson d’Avril, el día de los inocentes en Francia, e invitó a algunos de sus amigos más selectos; en total, cerca de veinticinco personas.

»Cuando las miradas de los dos jóvenes se cruzaron por primera vez, estallaron al unísono todas las bombillas del salón. Nadie sabe si fue fruto de la casualidad o no, quizá se debiese a una subida momentánea de la tensión eléctrica, pero el caso es que la luz se fue y toda la casa quedó a oscuras, no solo el comedor. Se sucedieron algún que otro grito histérico y muchas voces anónimas pidiendo calma. En cuestión de segundos, la diligente Adéline prendió las velas de los dos candelabros que siempre adornaban la estancia y, acto seguido, recogió los cristales que, por fortuna, no habían caído sobre la mesa.

»Bajo la luz trémula de ocho velas se hicieron las presentaciones y bajo esa misma luz nació una extraordinaria pasión, digna de la novela romántica más empalagosa. Los ojos de Carmencita bailaban cristalinos al posarse en aquel robusto hombre con cara de ángel, de cabellos cobrizos y caracoleados, de mentón fuerte y perfectamente rasurado, de labios generosos y hermosísimos ojos glaucos. Jamás había gozado mi madre de una visión tan perfecta. Al instante, brotó en su interior una pasión irrefrenable que superaba con mucho la que había experimentado al leer Jane Eyre. Sintió desmayarse y hubo de ser inmediatamente atendida. Al no poder recobrarse del todo, y como el vahído fuera a más y notara que sus fuerzas se escapaban como palomas asustadas, tuvo que ser llevada en brazos hasta su cama. Ella no tenía ni fuerzas para caminar.

»Amelia, ¿adivinas a quién pertenecían esos fornidos brazos que la depositaron de forma tan dulce y cortés en su catre? Pues, sin duda, a Sébastien, el pescador. Al notar su olor salino, a mundo recorrido, a mares surcados y a profunda libertad, mi madre, finalmente, perdió el conocimiento del todo. (…)

»Esa noche, mi madre cayó enferma, presa de altas fiebres. Mi abuela y Adéline cuidaron de ella con franca devoción durante todo el tiempo que hubo de permanecer postrada en la cama. El doctor, que acudió enseguida, no conseguía entender cuál era el mal que le aquejaba. Sin embargo, a base de aspirinas, paños de agua fría y muchos cuidados y atenciones, finalmente, la fiebre comenzó a remitir poco a poco.

»Al octavo día, cuando la mañana estaba recién estrenada y brillaba límpida, poco después de que el sol comenzara a asomarse tras el lejano horizonte, la Pétite Carmen abrió lentamente los ojos, con esfuerzo, y pidió un vaso de agua. Adéline, que dormitaba en una silla, junto a ella, dio un enorme brinco, se desperezó, llamó a gritos a mi abuela, trajo rápidamente una jarra de agua fresca que acababa de servir de uno de los cántaros que había en la bodega y le dio de beber. «¿Y Sébastien?», fue lo primero que dijo después de haber recobrado la conciencia tras una semana en la que tuvo a todos en vilo. (…)

»Cuando Sébastien llegó a la villa la tarde del 9 de abril de 1953 y la vio, por fin, despierta y bastante mejorada, le embargó una emoción tan intensa que, sin pensárselo dos veces, le dijo antes que nada: «Te quiero, Carmen; te quiero más que a mi madre, más que a mi barca y que a la mar.» Adéline observó la escena con un nudo de congoja en la garganta y, con muda voz, imploró a Dios encontrar también ella el verdadero amor.

»La cara de la Pétite Carmen aún reflejaba el padecimiento que había sufrido los últimos días: presentaba una palidez de mármol blanco, sus ojeras delataban la fatiga de la que continuaba siendo presa y le embargaba una terrible debilidad. Sin embargo, al ver a Sébastien, pareció renacer y, sin hablar, le tendió la mano para que se acercara; esbozó una leve sonrisa, tragó saliva con dificultad y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, logró decir con voz débil y entrecortada: «Sébastien, Sébastien, quédate conmigo».

»Una semana más necesitó mi madre para abandonar la cama. Día a día se podía observar su mejoría y la alegría, entonces, volvió a la villa. Los dos amantes no se separaban ni un momento… y apenas catorce meses después, fruto de ese amor —que mi abuela bendijo desde el primer momento— nací yo.”

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