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Selfie: Munch, llorando por los baños

Hay barricadas en la calle que hay que desmontar.
También las hay en el pensamiento y tienen que tumbarse rápidamente…

Janet Kelly

Las Barricadas, escrito poco antes de su suicidio en 2003.

Melanio está muy afectado. Tampoco estoy muy clara y apenas mascullo la dirección donde exponen el libro de pared de David Horvitz llamado Mood Disorder. Melanio no sabe a lo que voy, él tampoco ha dormido, me cuenta. Tuvo que llamar al 911 y quedarse para toda la cosa de anoche, cuando uno de sus vecinos del Bronx, de 18 años, se voló la cabeza de un tiro en medio de la pelea con la novia.

Empiezo a notar la cosa mía cuando leo en el Facebook Este hombre y su gata eran tan insoportables que murieron en el mismo día y crees haber leído perfectamente, pero si te devuelves a la línea la verdad es que el hombre y el gato eran inseparables.

No entraste al enlace para despejar y atraer palabras, porque te quedas con algo de un poeta que murió hace poco; repites en voz alta su Polimnia, Polimnia, Polimnia, como un ejercicio de neurociencia que experimenta con mantras, juegos de cama o de entrenamiento para el cerebro, golpecitos de liberación emocional, tarareos músico-terapéuticos, baile, balance con cintas, pilates, gimnasio o yoga. Polimnia como si fuera tambores de trance, o trotecitos siguiendo a Ai Weiwei parodiando al rapero surcoreano Psy, parodiador a su vez del Gangnam Style. Algo busca desesperadamente repasar el dibujo de las letras hebreas de la Kabbalah con movimientos re-conectores que recuperen la sintonía a través de antiguos sonidos brillantes. Te niegas a perder el puñado de palabras que quedan. Sintonizas Pandora, la radio personalizada, lanzando a todo tren un repertorio que suelta señales de dopamina por el cuarto, hasta que una línea de la poeta chilena Delia Domínguez Mohr recién posteada explica que la cosa es que nada peor que atornillarse a las vigas de la memoria.

Busca sonidos tú misma, regresa a tu calle, aunque sea en el taxi de Melanio.

Porque mi cosa se complica cuando en lugar de caminar me quedo pensando en la amiga que es ingresada una vez más. Una renunciante que no sabe qué hacer con su fuga y se acerca y me la tiende y ahora dice que a ella se la llevan. Está acabando con la que está acabada, pienso. Has estado preparando su muerte a paciencia, fue lo que anoté queriendo decir conciencia, observo que la ortografía no me ha abandonado todavía, que es lo mismo que si tartamudeara porque  la cosa atropella los discursos por todos los flancos.

Hay que despedirse. ¿Hay que despedirse?

Hace más de un año, en su crisis anterior, volví a recordar pasajes de José María Arguedas porque había que distraer la angustia por aquel medicamento que faltaba en su casa de Guasipati cuando le dio por lecturas necrológicas de David Foster Wallace pescadas en internet. A los de mi generación nos daba por las de Ramos Sucre, Gelindo Casasola, Miyó Vestrini o Martha Kornblith con su estribillo que nos apropiamos: Dime Jessy Jones, ¿no crees que mi odio sea analizable? Cuando alguien acariciaba una pistola demasiado rato yo cantaba aguante aguante aguante aguante de Charly García y citaba a autores como Arguedas que resistieron mucho más. Cuando un autor estiraba la cuerda de su amor lo más que podía y venían los neuro-trasmisores y lo derrotaban, por nada, porque sí, porque eso también es ser hombre o escritor o viento, no era que postergara el balazo, es que nacía otra vez. Ese cuento sonaba mejor que un disparo. No le iba a decir que no aguantamos tanto cuando nos volvemos inseparables de la enfermedad, enamórate de un gato ahora, ya, sal a cazar

En el edificio de Melanio tal vez no permiten animales. De esos psicopompos que huelen la nada y la ponen a raya. Con Arguedas y una monja del Renacimiento ya había puesto a arar música para La Sorda, ese libro publicado porque alguien en Maturín me siguió queriendo para un diálogo que ya no está a mi alcance. Ya no puedo decirle a la ingresada, quiero de estos diálogos.

Antes de que se vacíe mi cabeza desfilan aquellas que me gritaban tanto y tanto que les soltara la mano porque se morían y acudí y tomé aquellos amagos de sus muertes mentales o literarias o profesionales y me los devoré creyendo que no me derrotarían los cableados fallos, los de ellas, o los míos. Cándido, Inocencio, Ignorante, Ventolera, o Romantic Looser, así se llamaban los animalitos de la mente atornillada. Estuve comportándome como una mascota. Ellas pueden preparar sus desapariciones, pero qué se haría con la falla, la de perder el paso con otros porque no siempre se sabe administrar la pérdida. El que va a su aire no es que se niega a cargar junto a otro, es que cree desembarazarse de la propia carga para aliviar la de los demás. Tardas seis horas en vestirte, pero la tomas y la sueltas en el taxi de Melanio.

La guerra en la cabeza significa judío, leo. Lee de nuevo, es simplemente garra (no, es la gorra en la cabeza). Confiar en las palabras o en las gotas, los gestos, los gatos comunes.

En la pared del artista David Horvitz se despliega el archivo de muchas entradas de páginas electrónicas mostrando la misma foto que él ingresó en las redes y en la que aparece él mismo inclinado con las manos en el rostro. Se hizo viral. El artista explica que se trata  en cierta forma  de una cita de las instalaciones realizadas por el conceptualista Bas Jan Ader en los años setenta cuando se retrató angustiado para unas postales enviadas a sus amigos. Experimentó con  videos de sus performances llorando. En cada postal expedida ponía únicamente la dirección del destinatario y un I’m too sad to tell you. Es una escalera de muecas de gritos: la de Erró, el artista islandés, en los sesenta, la de Andy Warhol y la de Oswaldo Guayasamín en los ochenta, la de Robert Fishbone, en 1991, las caras que miman la angustia avanzan repartidas entre los espectadores que trasladan sus huellas desesperadas en la historia del arte. En la mueca suya, en su remedo, estará sola con su muerte y esa idea la llena de valor, el orgullo vano de la idea de matarse que tal vez no tiene mucho que ver con el que realmente se mata. Imitas el gesto de que te trague la tierra mientras la tierra se abre.

Julio Cortázar en Instrucciones para llorar, (cómo sacarla del reducto universitario): llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos. Es su mito, sus autores de culto, pero como ella dice, yo también tengo mis dioses, no me está pidiendo que le rompa el juego, sino un poco de comida para las sombras. Y no tengo ya. Ni siquiera un meme.  Solamente simplismos brutales: sin chequera no habrá redes, no serás la genio que pinta con materia orgánica sino la pobre loca que come mierda.

Una ansiosa que no deja ni siquiera a su muerte en paz aúlla por los acantilados, se desprende y del fondo vuelve a salir llena de gritos, de despedidas, de derivas, de acantilados. Escribe su muerte y la vive un poco, antes, mucho antes. Es una impaciente de muerte. O es una sobria y lúcida pero exhausta Dra. Kelly en Caracas que escribe una nota sin dramas, deja sus  cuentas al día, sus gestos de persona de bien que reconoce su límite, detiene el auto en la Cota Mil y se lanza, sin patetismos. Los mensajeros del ansia acuden, ponen las líneas y las seguimos,  a veces con lograda intensidad. Conductores de almas se ocuparán de llevarnos, cada quien a lo suyo. Con la Dra. Kelly a comienzos de siglo, recuerdo a las ardillas, las primeras en extinguirse entre gases lacrimógenos.

Bas Jan Ader oye el sonido de The Coasters y tararea el coro de Searching, Gonna find her, prepara su último performance del proyecto In search for the Miraculous (One Nigth in Los Angeles) que consiste en subir solo a su bote de vela Ocean Wave para cruzar el Atlántico. Desapareció cerca de Las Azores. Alguien vio el bote desierto en las aguas de Irlanda. David Horvitz exhibe su remedo de duelo por la red porque sabe que el icono doliente va a absorber todo lo que el observador le ponga. La imagen guía y se lleva la angustia. El cuerpo que la mira queda libre de hacer con su propia desaparición lo que pueda.

Alguien postea por las redes su selfie del concurso de Gritos de Munch. La historia del arte no sabe muy bien cómo situar los aullidos.  En otra galería de la ciudad donde exponen la pieza clave de la iconografía del desesperado, frente a los baños, hay una reproducción con una nota que invita a hacer de calavera en trance de muerte violenta. Abres los ojos y la boca enormes, dudas en si llevarte las manos a la cabeza o a los lados de la cara y envías tu grito. Edvard Munch en los miradores del fiordo, pone más o menos en 1895 la impronta de la momia del Perú que acaba de ver en París. Paul Gauguin la pinta en su Eva bretona un poco antes, en 1889. Egon Schiele repite la pose, pero le deja un diente en su autorretrato de 1910. Ludwig Meidner se autorretrata electrizado con la ciudad al fondo y titula su óleo Yo soy la ciudad.   Erich Heckel, en 1917, se lleva las manos al rostro en un grabado.

Auséntate solo un poco, quisiera pedirle esta vez a la ingresada, y que me oyera, duerme lo suficiente, anda, porque sé que a veces hemos tenido un día aullador como el que más y entonces los neuro-trasmisores… El oscuro reportero de la manada. Si pudiera otra vez prepararle proteínas, devolverla al sol, al metro, al trabajo, a las protestas y a la vida de campesina en los materos de su balcón con todo lo que a mí me distrae la incertidumbre, y que eso la convenciera de que no se puede confiar en que la muerte permitirá un descanso mayor.

Te voy a llevar en brazos, baleada por la espalda.

Melanio se extraña por mi silencio, dice que lo único que lo relaja es el recuerdo de la lluvia sobre el zinc.

Termino copiando y pegando lo de la poeta chilena, para la ingresada, hago como que podrá leer y desatornillarse: La cosa es salir del huevo y saber a qué lado amanece/ por si volviéramos a nacer. / Esa es la cosa. En realidad, apago el móvil, me alejo de la pared de Horviz caminando por el vacío, ¿No sos Polimnia?, como un gato antiguo del poeta Ramón Palomares

Pajarito que venís tan cansado
y que te arrecostás en la piedra a beber
Decime. ¿No sos Polimnia?
Toda la tarde estuvo mirándome desde No sé donde
Toda la tarde
Y ahora que te veo caigo en cuenta
Venís a consolarme
Vos que siempre estuviste para consolar
Te figurás ahora un pájaro
Ah pájaro esponjadito
Mansamente en la piedra y por la yerbita te acercás
—»Yo soy Polimnia»
Y con razón que una luz de resucitados ha caído aquí mismo
Polimnia riéndote
Polimnia echándome la bendición
—Corazón purísimo.
Pajarito que llegas del cielo
Figuración de un alma
Ya quisiera yo meterte aquí en el pecho
darte de comer
Meterte aquí en el pecho
Y que te quedaras allí
lo más del corazón.


Photo Credits: magnus lögdberg

 

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