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Kelly Martínez

Postales de Nueva York

Para Víctor, estas postales del viaje.

I

La fotografía moderna no podía surgir sino en Nueva York. Stieglitz debe haber enloquecido con una realidad tan mutable y, a la vez, tan fija; haber entendido que tal vez la fotografía era la única manera de contener eso: un duplicado irreal del mundo. Es probable que la Nueva York de principios del siglo XX, a su manera, fuese tan convulsa como la de ahora. Pero ya existe algo llamado postfotografía y yo estoy aquí tratando de entender qué razones llevaron a Stieglitz a declarar que la fotografía era un lenguaje autónomo. Ganas de buscarle la quinta pata al gato. Es sólo que, me parece que, de Nueva York, tal vez lo único que se puede recoger son impre(ci)siones. La única manera de aprehenderla, se me ocurre, es a través de la imagen instantánea. Es una ciudad difícil de fijar en la memoria; una feria enloquecida de calles como pulpos y cohetes; cada esquina un destino y una promesa.

 

II

Kelly Martínez

Párate aquí cruza esta calle, mira aquí vivió Kerouac emociónate llora.

Esa es la entrada del MoMa toda tu vida soñaste con este momento emociónate llora.

Estoy frente al memorial del 9/11 y el relieve dorado de los nombres de los que, ese día, ayudaron a otros -y le dieron una lección a la humanidad de lo que significa ser bueno, incluso en las condiciones más precarias de la muerte- me hace llorar. “No entiendo qué necesidad había” le digo a César, con lágrimas en los ojos.

Mira ese es el Empire State y ese es Radio City qué mal huele el barrio chino cuánta historia se recoge en el barrio italiano.

Todo así, sin comas, puntos; sin pausa para respirar.

Aquí mataron a Lennon por aquí pasaban Héctor Lavoe y Langston Hugues no trates de racionalizar todo lo que estás viviendo, Kelly, es imposible entenderlo ahora mejor vívelo y ya no trates de controlar todo después verás qué haces con eso qué escribes.

No puedo hacer fotos traje la cámara por gusto no tengo tiempo para detenerme menos mal que existe el celular.

 

III

Kelly Martínez

Nueva York es un rascacielos que sube y sube, atacante sexual del cielo.

Es también un puñado de palomas en el techo de una iglesia. Allí, nos dice un mendigo, es el único lugar de la ciudad donde se habla directo con Dios. Es nosotros entrando, con el rostro arrebolado por el frío y una voz, que seguro es la de un ángel, elevándose sobre el retablo y dejándonos caer

caer

caer como una hoja.

Brevísima levedad donde invoco a la estrella polar.

Somos nosotros cantando porque también somos ángeles. Porque la ciudad te transforma y uno arde en ganas de estar vivo.

Nueva York es dos lugares. Arriba la inmensidad, lo inalcanzable, el aire devorando todo desde el High Line. La ciudad entrando entrando por los poros. Es el Hudson vigilante.

Abajo lo estrecho, lo subterráneo, los hombres topo acechando desde los raíles del tren.

Arriba y abajo todas las caras, porque en Nueva York se concentran todas las caras y están allí tus amigos y los amigos de tus amigos y todo es extrañamente familiar y extrañamente ajeno.

Abajo una frase de Joyce, en una estación de metro, mientras un tipo toca una gaita escocesa y piensas en Irlanda y lloras, lloras porque no sabes qué hacer con tanta magia.

 

IV

Kelly Martínez

Nueva York es ruido.

Ruido, ruido en todas partes: una rueda que no se para nunca y chirría, chirría, mientras una profeta loca, negra y santa se monta en un vagón y anuncia el fin del mundo y oyes su voz y es el jazz y oyes su voz y es el beat y de golpe entiendes todo y todo se te revela and I saw the best minds of my generation destroyed by madness...[1]

Y es probable sí, que sea ella el ángel del Juicio Final. El ángel de la desolación.

Es, también, el calor de las almendras garrapiñadas en tus manos. Es el agujero negro a dónde va a parar toda la muerte, monumento funerario al horror y es, también todo lo contrario: un canto a la vida, tu amigo con turbante y uñas verdes metálicas porque finalmente ser no es una vergüenza.

Es la estatua como un punto en la distancia. Es el fantasma de la revolución industrial conviviendo con adoquines holandeses.

Es el frío congelándote la nariz en una silenciosa noche otoñal, mientras caminas por Brooklyn. Es la torre afiladísima de la catedral.

 

V

Kelly Martínez

Entro al MoMa y todo es irreal. Toda mi vida he soñado con ir al MoMa. He gastado horas imaginándome en la entrada y ahora estoy allí, finalmente y todo es irreal. Paredes blancas y gente enloquecida, que deambula de un lado a otro y hace ruido. Es viernes gratis. Casi puede parecer la descripción de un manicomio. Todo el mundo le hace fotos a Van Gogh y tengo ganas de gritar “¡Baja la cámara turista bobo, Van Gogh no hizo eso para que tú le hicieras fotos! ¡Contempla primero!”. Quiero agarrar el cuadro, sacarlo de allí, salir corriendo. Siento que lo asfixian, que le roban el aire. Debe ser maravilloso estar aquí cuando no hay nadie.

Todo es irreal, la gente no me deja ver nada, conectarme con nada. No joda, me era más fácil detallar las obras cuando las veía en los libros.

Me quiero ir.

Pero Klee me hace llorar y siento ganas de aplaudir la magnificencia de Monet. Veo a Brancusi y a Giacometti y pienso en mi padre. Veo a Chagall y pienso en mi madre. El encuentro con Malevich me produce un ataque de risa: es hermoso el blanco sobre blanco. Más hermoso de lo que cualquiera sospecharía. Y no puedo creer que hayamos olvidado la belleza que es Boccioni sólo porque era futurista y esa gente estaba loca y quería quemar los museos.

En el MoMa casi los entiendo.

 

VI

Kelly Martínez

Me paré en una escalera por la que, durante varios años, subió Kerouac. En ese edificio escribió Los subterráneos, tal vez su novela más triste.

En el metro hay alguien borracho con peluca de payaso. También una señora que, de lejos, parece una bella modelo y se convierte en una bruja a medida que se acerca. Es como el encuentro con un espanto.

Mira, aquella señora que camina allí es, en realidad, la muerte. Siento que me va a salir Woody Allen en una esquina.

No pude atravesar el puente y ver Manhattan. Tampoco reunirme con Violette, Ofill, Daniel, Adalber y Raquel. Tengo que venir de nuevo.

Qué bonita es la sonrisa de Keila. Roberto tiene los ojos más azules del mundo. Hace quince años que soy amiga de Víctor, qué vueltas da la vida, alguno siempre termina quedándose en la casa del otro. Nunca me imaginé que nos veríamos aquí, en esta ciudad…

Y mi amante, que me abraza mientras duermo, tal vez lo único que no me sobrepasa., lo verdaderamente familiar. Nosotros, finalmente allí, como tantas veces lo planeamos.

Nueva York es una copa. En ella se vierte el mundo.

[1]   Allen Ginsberg. Howl.


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