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Luis Perez-Oramas

La república baldía

Tres ideas nos acosan: el país, la nación, el Estado.

El Estado es, al menos hasta hoy y para quienes hemos nacido en esta república, una dolorosa suma de fracasos; la nación es un colectivo, una memoria, un sentimiento de la circunstancia comunitaria y cada uno de sus pliegues mutantes; el país es, en fin, «la materia arquetipal, insensata» de la nación.

La nación está mutando. Como un animal herido o extenuado, cambia de piel y de rostro, cambia de voz, de faz, de futuro. Quizás como nunca antes, quizás sin precedentes – uno imagina borbotones de sangre derramada, erosionando la riqueza de los campos; uno imagina guerras federales y guerrillas intestinas; uno imagina la cavidad de la máscara que ha sido el discurso de nuestra propia historia – la nación está mutando, desasida y sin modelos, dejando todo patrimonio abandonado, la cultura en un campo de ruinas. Se anuncia entonces que el presupuesto del Estado para la cultura será dramáticamente reducido, en aras de no se sabe cuáles prioridades nacionales por parte de un gobierno que desgobierna con urgencia. Nada cuesta percatarse del momento álgido que vive Venezuela: momento en el que adviene a la superficie de nuestra historia un colectivo impredecible, una población de gentes y expectativas desposeídos durante siglos, otrora amansados por la mediocridad oficiosa, a los que se añaden miles de inmigrantes repitiendo el éxodo constitutivo de todas las naciones, y que deberían encontrar en esta un motivo de cohesión que los integre. Nada cuesta afirmar, sin embargo, por lo peregrino y evidente, que tal advenimiento carece del más mínimo enmarca- miento cultural, republicano; del más mínimo sentido del patrimonio común. Los venezolanos del futuro estamos viniendo a la luz en un país cuya memoria crítica, cuya organicidad republicana  cuya voz, cuyo patrimonio, cuyos paisajes y ciudades yacen moribundos, olvidados, desfallecientes. En lugar de eso, en el sitio que corresponde a la cultura, el Estado deja caer migas de pan para el circo, mientras los grupos dirigentes se autosatisfacen aún en la beatería heroica instituida por los autoritarismos del siglo diecinueve.

La decisión, pues, de economizar a costa de la cultura es una de las más graves y pésimas voluntades políticas de los últimos tiempos. Y solo se explica por la mediocridad irreflexiva, sin límites, de quienes gobiernan; solo se describe como un acto culposo e ignaro, cuyas consecuencias pagaremos todos; solo se infiere del hecho de que para quienes así (des)dirigen los destinos de la nación la cultura es sinónimo de feria pública y verbena, de circo y espectáculo, de diversión y ornato.

Ahora bien, la cultura es otra cosa, más grave, más necesaria y más urgente. La cultura es el incesante, el infinito trabajo de acervo e interpretación en el que se fragua el idioma de todos, con el que se delinea el organismo que compartimos como miembros de un mismo cuerpo político, en el que se acopia el conjunto de referencias patrimoniales a través del cual podemos ver el rastro de quienes nos han precedido y nuestro propio rostro de nación, la comunidad organizada como historia pasada y como acto presente en sus ritos, en sus obras, en sus fiestas, en sus textos, en sus signos, en sus espacios, en sus paisajes, en su memoria. La cultura es – o debiera ser – el nervio vivo de la república y el cuerpo exacto de la nación.

Los últimos gobernantes de este siglo, responsables como pocos del atolladero que dejan en herencia, deberán pensar lo que significa para la sobrevivencia de la república el hecho simple y brutal de que un joven venezolano no pueda saber aún en qué consiste un espacio de todos, para todos; que nadie haya experimentado con orgullo o satisfacción en este país la configuración de un ámbito republicano, fraguado en democracia; que no hayamos aprendido a distinguir la democracia (digno medio para la consecución de la república) de la república misma (digno fin de la democracia); y que se nos haya escatimado entonces la república, vendiéndonos en su lugar un populismo de mal agüero, parapeteado con un arsenal simbólico concebido en dictaduras.

Pero nos conducen sin ideas, sin convicciones, con números, en convergente oportunismo. Así hemos visto sucederse a la imprudencia que gobernó la riqueza sin criterios, una miseria de ideales para gobernar la pobreza. Y nos llevan como quien anda en el desierto, como si no hubiese nación ni república, como si la democracia fuese una máquina de sustituciones desprovista de finalidades trascendentes.

Esto merece un instante de reflexión. Una de las causas de nuestro desasosiego radica, a mi entender modesto, en esa pérfida sustitución por medio de la cual, en aras de la consolidación de una democracia, se dejó en el olvido a la república. Se hizo pues la democracia sin finalidad y se la despojó de sentido. Se permitió, para legitimar el ejercicio de la voluntad popular, una apropiación indebida, ilimitada, incesante, anárquica, incontrolada de los bienes públicos por intereses privados. Se acentuó el discurso populista en detrimento del discurso cívico. Se pretendió fundar el gobierno de la libertad sobre una versión de la historia fraguada en tiranía, fundada en la glorificación de las armas y de los hechos de fuerza. Se implementó una estrategia de emancipación educativa calcada de un concepto esclarecido de ciudadanía que dejaba en la ignominia y en la indignidad a quienes no podían, o no querían, integrarse en tal sistema educativo. Todos quisieron ser doctores e ingenieros, porque el trabajo espontáneo parecía indigno, como humillante las figuras vernaculares del apego a la tierra y al laboreo. Se escamoteó el suelo artesanal del trabajo colectivo hasta llegar, en la cima de una lamentable división de ocupaciones, a producir un arte desintegrado de su raíz artesana y de la lectura pertinente de su contexto.

Pero no sobrevivirá la democracia si no se encamina hacia su objetivo esencial: la constitución y el fortalecimiento de un espíritu republicano. Como no sobrevivirá la república sin un nuevo contrato de ciudadanía, en el marco del cual la identidad ciudadana dependa de una libre aceptación de las normativas que regulan el esfuerzo creativo en el espacio y en la historia de todos, en detrimento de un pacto obsoleto de ciudadanía que privilegia aún las figuras aparentes de la emancipación educativa y de la pertenencia patriotera. Este nuevo pacto de ciudadanía, para el cual hace falta revisar a fondo las estrategias educativas de la nación, no podrá llevarse a cabo desde los hábitos de un sistema de educación periclitado, viciado de romanticismo y de nacionalismo. Solo lograremos refundar las condiciones de la nacionalidad desde una agresiva estrategia cultural, que renueve la voluntad educativa de la república, pero que la trascienda también hacia los márgenes de la sociedad y del país que aún no tienen, o que no tienen ya, representatividad política.

En Venezuela, pues, lo más grave no es la inflación económica, sino la deflación republicana. La democracia ha sido incapaz, por estar perdida en una visión de la cultura como ornato, en producir espacios públicos propios, distinguibles, diferentes. Se agudizan hoy sus vicios como en un enfermo terminal: los partidos, que sustituyeron la reflexión necesaria por la convergencia oportunista, han sido desplazados por una obsesiva voluntad de convergencia sin reflexión; las instituciones están paralizadas o hipotecadas por voluntades de apropiación; las gentes se reconocen cada vez menos en una relación colectiva. Así como en la antigüedad el espacio de la república fue el sitio de la deliberación y del encuentro –ágoras y plazas–, pudiéramos pensar que la república moderna se constituye alrededor de los motivos y de los dispositivos de la comunicación: del acopio, de la creación y de la distribución de información, ideas, arte. Tales espacios son, pues, el centro fundamental de la república y son, indiscutiblemente, espacios de cultura. Pero el Estado los abandona en una impensada vocación de gobierno que se deja llevar por un sentimiento de urgencia, en detrimento de una necesidad de prioridades.

En Venezuela la república es residual, una suma de restos, de márgenes olvidados, un amasijo de despojos. Solo una inédita y agresiva estrategia cultural del Estado, si fuese posible, si quedare un fondo de lucidez en quienes gobiernan, evitará que la crisis se salde en naufragio y que la república deje de ser un desierto a imagen de esos espacios públicos al borde de carreteras y viaductos que ahora «decoran con cariño», pero a los que nadie accede porque son inhabitables. Todo sucede como si lo único que tuviésemos para compartir, como si el patrimonio común estuviese constituido por lo que nadie se ha apropiado todavía, por lo que dejaron de lado la desidia y el desinterés. República de restos, república baldía sometida, por omisión de gobernantes, a un angustiante proceso de desertificación.

¿Qué es el desierto si no lo que queda del mundo después de su abandono, lo que queda del país cuando se lo aísla de su propia cultura constituida y por hacerse? Así las instituciones languidecen y el país sufre una regresión a su origen bruto de tierra incultivada, a su estado de desierto. Con ello la nación pierde progresivamente los motivos de su cohesión y las razones de su sobrevivencia. No se trataría, como suele decirse en los predios del lugar común, de salir de la crisis, sino de aprender colectivamente a entrar en ella, de aprender a interpretarla, de aprender a resolverla como parte de nuestra vida cotidiana. Para eso sirve la cultura: para aprender a leernos en el instante en que vivimos, para aprender a interpretarnos con perspectiva de historia, para concebir un sitio común, que nadie pueda apropiarse, cuya resonancia no pueda ser de nadie porque es de todos. Para darle rostro y nombre a quienes nunca lo han tenido y advienen irresistibles a la superficie del presente.

Hay en Venezuela un sitio dramático y hermoso al borde del Caribe, un recinto empobrecido y cuidado con los medios escasos que la miseria del Estado concede hoy a la cultura, una reliquia de la nación, más significativa que la huera retórica de las glorias militares; un rancho, como la casa de la mayoría de los venezolanos, que la ironía de la historia llama el castillete de Armando Reverón (1). En ese espacio de aislamiento y reclusión vivió el más importante de nuestros artistas. ¿Por qué el más grande de nuestros creadores, quien mejor logró vencer los desafíos de la representación no hizo más que pintar desiertos marinos y océanos calcinantes? Cualquiera que sea la respuesta a ese interrogante, no hay duda de que en un síndrome contagioso y exasperante toda la casa de la creación en Venezuela se asemeja al castillete reveroniano: aislamiento y abandono. La obra de nuestros mejores escritores inédita, impublicada, desleída; la obra de nuestros mejores arquitectos derruida; la obra de nuestros mejores artistas visuales silenciada, sin exposición, infravalorada; las películas de nuestros mejores cineastas abocetadas, infilmadas; el trabajo de nuestros mejores fotógrafos olvidado en archivos personales; el teatro de nuestros mejores teatreros en inmóviles escenas de papel; la obra de nuestros mejores músicos enmudecida; nuestros mejores artistas populares condenados al festejo banal y a la bufonería oficial. Significativamente, cuando intentamos buscar un signo universal en el cual reconocernos solemos concluir en la belleza de nuestra naturaleza. Hemos fracasado, estruendosamente, en el reto de convertirnos en signo, en leyenda, en representación de nosotros mismos.

Será que la república es baldía porque solo la naturaleza, cuyas leyes son el azar y la sobrevivencia, es manifiesta. Será entonces que han decidido gobernarnos con el modelo de las especies que se dejan extinguir, de los bosques que se dejan incendiar, de los mares y ríos que se dejan secar, de las praderas que se dejan erosionar hasta encontrar la tierra dura y calcinada del desierto. Será que están apostando al abandono para ver quiénes resisten o sobreviven famélicos de memoria, desangrados de patrimonio, extenuados en una lengua y en un cuerpo desmembrados por el oportunismo y el desinterés. Entonces, cuando el presupuesto de la cultura solo sirva para mantener salarios mínimos en instituciones paralizadas, el país ya no contendrá ni nación ni república, y no será necesaria la vigilia del Estado. Será lo que describe aquella voz agreste: «vivir sobre el país, mantenerse las tropas a expensas de los que habitan el territorio que dominan». Apagaremos la luz, sombríos, y tendremos una única satisfacción: que tampoco hará falta gobernantes. Y podrán irse para siempre.


Notas

(1) Así se conocía popularmente la casa construida por Armando Reverón en las cercanías de Macuto, en el predio llamado Las Quince Letras, entre 1925 y el final de su vida, en 1954. Este lugar era, antes de ser destruido por los célebres deslaves que azotaron al estado Vargas en 1999, la sede del museo Armando Reverón. En otras páginas hemos elaborado la enorme significación social que el Castillete reveroniano podía tener para Venezuela: casa primitiva, rancho caribeño hecho por las manos del más importante pintor moderno de la nación como un refugio robinsoniano, como una isla de eremita, como un panópticon, como un hortus conclusus, cuya construcción fue contemporánea de la eclosión de la arquitectura moderna y monumental en Venezuela.


* Capítulo cedido por la editorial La Hoja del Norte de La república baldía, Crónicas de una falacia revolucionaria, 1995/2014, Caracas 2015.

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