Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

De la mano de mamá

MEDELLÍN: No entiendo qué es lo que hago. Camino mucho esta Medellín de tonos ocres y luces fluorescentes, para no gustarme. Obsesionado con algo que no soporto, como si el rencor me empujara a moverme más y más en ella, cuando ella no me ha hecho nada. Desde pequeño metido entre sus fauces, cruzando calles de vidrio, cuadras enteras con olor a pescado, cemento, más cemento. De niño tratando de acostumbrarme a esta serpiente de smog, pero en vano, sin lograr entregarle un poco de amor, sólo un poco tal vez, no mucho.

Miro hacia atrás y me puedo ver por esas callecitas del Centro, persiguiendo a mi mamá a toda carrera, esquivando rostros y cuerpos desconocidos. Sin asustarme, porque en ese entonces de miedo aún no entendía, todavía no entiendo, pero sé que lo tengo. Entrábamos a almacenes pequeños con indigestión de tantos colores.

– Niña, ¿qué cuesta eso?, ¿y eso?

– Tanto, tanto.

– ¿Y una rebaja?

Rebaja mínima. Luego mamá me tomaba de la mano y otra vez a la calle a enfrentarnos a la multitud. No sentía nada más que calor y aburrimiento de tanto caminar, de tanto hacer, desde niño consciente de nacer para nada. Pero mi mamá insistía en que tenía que aprender a caminar la ciudad, y ¡vaya que tenía razón! Cada vez me hacía más serpiente y asimilaba mirar a Medellín a los ojos, concentrándome a medida que crecía en aquel verde alcaparra del interior y luego en el azul montaña que saltaba cuando parpadeaba.

Mamá tenía rutas predilectas, pues ella siempre sostuvo la costumbre de los nervios, pero no quería que yo terminara igual, no quería inyectarme los sustos del mundo; lo logró, pues al mundo no le tuve miedo, a Medellín no le tuve miedo, pero no podía hacer nada frente a la ciudad que yo tenía por dentro, frente a lo que tarde o temprano iba a ser, más bien temprano. A una navaja en la noche no le prestaba atención, pero a un dragón en mi vientre le huía; el murmullo de la pólvora no lo escuchaba, pero una risa de mujer amanecida me helaba el cuerpo. Aunque tal vez sí odié una calle, una maldita calle, La Bastilla. La crucé tan niño que no era aceptable, y todo porque mi mamá iba a comprar unos libros para las sobrinas o no sé para quién, ¡malditos libros! Creo que fueron los olores, tanta podredumbre en el aire, mierda de paloma por todo el suelo, borrachos reventando sus rostros contra las paredes porque no podían mantenerse en pie, árboles que no podían crecer porque los edificios se cerraban y se inclinaban como si fueran a besarse, ventanas con ventanas, puertas de hierro idénticas; pero el olor, realmente fue el olor, yo no estaba listo para aceptarlo, pero mamá no lo sabía y menos mal que no lo sabía porque ese día la ciudad abrió sus ojos por completo para mí.

Y ahora no entiendo nada de Medellín, ya no puedo ver las rutas de mamá, ya el borracho soy yo, el que asusta y no forma soy yo. No aprendí nada, me estanqué, miedo no, solo por dentro. Una mañana de sábado en la sonrisa de mi niñez hace muchos años, no logré entenderla, me enredó el alma. Fue como cruzar una hilera de espejos y oráculos que eructaban y vomitaban a la diestra de mi señora Soledad.


Photo Credits: Anders Eriksson

Hey you,
¿nos brindas un café?