Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Anabella Cerrato

#8 Proyecto Postales: los hermanos Riveros

Lo más lindo de Valparaiso son las casas. La mayoría no supera los cuatro pisos de altura y tiene las fachadas cubiertas con chapas de colores. Todas tienen murales pintados. Rostros, animales, paisajes y poesía, todo está anotado en las paredes. Valparaiso habla a través de sus muros.

“Galería de arte” decía en la puerta de la primera casa que visitamos, en el Cerro Bellavista. Mi hermana, Emily, y yo habíamos llegado a la ciudad la noche anterior, muy tarde, y nuestro viaje a Chile casi empezó por esa galería. Era una habitación con cuadros que colgaban del piso al techo. En una esquina del fondo, había un hombre detrás de una mesa repleta de potes de acrílico algunos estaban abiertos, otros cerrados, pero ninguno tenía identificación clara del color que llevaba adentro (seguro por el paso del tiempo o el uso) a menos que se mirara la parte superior en donde, ahí sí, brotaba el color a mansalva. El hombre nos saludó, sonrió y volvió su atención a un cuadro chiquito que estaba pintando.

–¿Sos vos? –le pregunté por la firma, “A. Riveros”, que aparecía en las obras.

Y sí, era él: Ariel Riveros. Emily miraba los cuadros uno a uno, con detenimiento, como queriendo descular la técnica, ese hilo invisible que une las obras de un artista. Mientras tanto, yo charlaba con Ariel. Me hizo esas preguntas típicas que se hacen a quienes están de paso en una ciudad: de dónde vienen, adónde van, cuánto tiempo se quedan. Y no se bien cómo pero terminé contándole que Emily dibujaba muy bien. Ariel se entusiasmó y pidió ver sus dibujos. Ella dejó de ver lienzos y le acercó el cuaderno.

Ariel miraba los primeros dibujos con un respeto acartonado y hacía esos típicos comentarios de artista: buena técnica, bien logrado el color, excelente estructura. Pero a medida que pasaba las hojas, hundía más y más su cara en el papel y hacía menos acotaciones. Los ojos se le pusieron brillosos y parecía emocionado o abrumado, como si en los dibujos de mi hermana estuviera viendo algo más, algo que nosotras no captábamos. Dejó de hacer comentarios y se hizo un silencio largo, difuso pero distinto (o al menos así lo recuerdo yo): era un silencio que anticipaba una voz nueva, disímil, un silencio que daba ganas de aguantarse la respiración para que no se escuchara nada, para que siguiera todo calmo, quieto, sabiendo que enseguida estaba por saltar el hervor, por venirse el vómito, la verborragia.

Terminó de ver el cuaderno y levantó la vista hacia Emily. Yo hice como que miraba un cuadro pero seguía atenta, atenta a ese silencio opresor que no dejaba salir las palabras pero que igual hablaba, o al menos, adelantaba lo que estaba por venir.

­–Les quiero mostrar algo… algo que no le muestro a nadie… –amontonó los acrílicos en una esquina de la mesa; después corrió el lienzo que estaba pintando y lo apoyó en el piso, boca arriba. De lo que parecía un exhibidor (tenía algunos cuadros apoyados en la parte superior) pero que en realidad era una caja de madera gigante, sacó una carpeta roja y negra, llena de polvo. La acomodó en la mesa, solemne, como si ahí adentro hubiera guardado un secreto viejo, pesado, pero todavía vivo, latiendo.

–Mi hermano era mucho mejor que yo… –dijo sonriendo y abrió la carpeta que estaba llena de láminas y dibujos, todos con la firmados con el nombre “Hugo Riveros”.

Ariel empezó a pasar hojas amarillas, frágiles, seguro afectadas por la bruma del mar, o el paso del tiempo. Los dibujos eran en blanco y negro, surrealistas, y tenían muchas líneas, puntos, círculos. Algunos estaban sin terminar o tenían textos, poemas y frases dispuestos sin mucho orden, más bien desparramados por la hoja. Era evidente que, por el parecido, los dibujos de Emily le habían recordado a los de su hermano.

­–Éste soy yo… era chico, debía tener once, doce años… Éramos cuatro hermanos… Y en éste otro dibujo están mis otros tres hermanos. El de la izquierda es Hugo, él es el artista. Tenía buena mano, así como la tuya… –dijo mirándola a Emily.

Siete puñaladas en el pecho no fueron suficientes, hizo falta también un disparo en la cabeza: Hugo tenía veintiocho años cuando agentes de la CNI lo asesinaron en 1981, nos contó Ariel. Era artista, poeta y militante del MIR. Se exilió en Berlín donde conoció a otros artistas, al regresar quedó como preso político en Santiago. Cuando salió, quiso exiliarse con su compañera y su hijo, pero el día que partía a Europa lo secuestraron y lo mataron. Su hijo y su mujer lograron escapar y supieron de su muerte ya en Berlín. Nunca volvieron. El asesinato de Hugo está, a la fecha, impune.

Los dibujos de Hugo reflejan un fuerte compromiso social y político, tal como él entendía debía ser el rol del arista. Los de Ariel, en cambio, son mucho más coloridos, alegres y hasta infantiles, pero no menos comprometidos. En una entrevista, Roberto Bolaño dijo que permanecer en la infancia no es necesariamente adverso ya que aumenta posibilidades de ver cómo se corrompe esa propia infancia, mientras que estando lejos la visión de esa corrosión es más suave. La mirada de la infancia es necesaria para ver. El arte de estos hermanos está ubicado ahí en donde la vida privada y la pública se rozan, chocan y después se alejan, reflejan y disparan. La vida de los Riveros es también la vida de Chile.

Después de varias carpetas, muchas preguntas y muy pocos silencios, nos despedimos de Ariel con un abrazo fuerte y nos alejamos de la galería. Todo lo que habíamos visto y escuchado hacía eco en nuestras cabezas. Y mientras bajábamos el Cerro Bellavista, yo miraba otras casas: las paredes de chapa azul, violeta, naranja y amarillo, las ventanas asimétricas, los murales gastados. Chile no quiere ver pero Valparaiso habla. ¿Cajones? ¿Almohadas? ¿Fotos? ¿Adónde tendrán guardados los secretos esas otras casas?

Hey you,
¿nos brindas un café?