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Anebella Cerrato

#7 Proyecto Postales: la hora de la siesta

Todo funciona con técnica. Los métodos, los automatismos son lo que hace girar el mundo y mejor seguirlos a menos que quieras que te pise un tren. Esto lo aprendí en Tailandia, estaba recorriendo un mercado en las afueras de Bangkok. Los puestos estaban ubicados sobre una única calle angosta, sin veredas y de varias cuadras de largo. Era temprano, antes del mediodía: el mejor horario. De los estantes y tablones ubicados contra las paredes de la calle, rebalsaban las mercaderías bien frescas, crudas, voluptuosas. Vendían pescado, carne, pollo, especias y verduras, otros vendían ropa o útiles de cocina y todo estaba ahí salteado, mezclado. Los clientes corrían de un lado para otro desesperados por conseguir buenos precios; los puesteros gritaban, negociaban, canjeaban y se peleaban cuando un compañero del puesto de al lado les robaba un cliente.

Después de caminar un rato, me quedé en un puesto de ojotas. El viejo que atendía estaba sentado en el medio de una pila de ojotas de todos los colores y me mostraba modelos de lo más variados. Yo había visto unas verde loro que me encantaron y estaba por decirle que me las llevaba cuando empezó a sonar una alarma-bocina seguida de gritos. El viejo enseguida me empezó a hablar enojado y me hizo señas para que me fuera. Quise explicarle que iba a comprar pero no hubo caso, el viejo con un movimiento se cargó todas las pilas de ojotas en su hombro y salió corriendo. La alarma-bocina seguía sonando, miré a mi alrededor y todos los puesteros estaban haciendo lo mismo, juntaban las mercaderías, apurados, ansiosos. La mujer que atendía el puesto de verduras sobre tablones tiró de un piolín y los tablones se levantaron. El de las especias tenía la mercadería en unos tachos de plástico con rueditas y en un instante los apiló uno arriba de otro y todo quedó reducido a una torre de plástico multicolor que casi no ocupaba lugar. El caos y el desorden que suponía ese lugar ni bien llegué, estaba en realidad perfectamente organizado, preparado para ese momento.

La bocina-alarma sonaba cada vez más cerca y no sabía qué hacer, adónde ir. Pregunté a varios puesteros, todos me señalaban hacia el fondo de la calle, justo donde hacía una leve curva. Una señora con una remera que tenía la bandera de Inglaterra en una teta me indicó que me quedara bien pegada contra la pared. Un turista chino con una cámara de fotos gigante estaba muy excitado con la situación y filmó toda la secuencia. El pasillo se liberó completamente y todos estaban ubicados contra las paredes o adentro de los locales que daban a la calle, no había mercadería suelta, todo estaba guardado, amontonado, apilado. Un tailandés musculoso fue a buscar al chino que seguía en el medio de la calle gritando de la emoción, lo agarró de la cámara de fotos y lo aplastó contra la pared. El ruido sonaba cada vez más fuerte y la gente estaba cada vez más quieta, inmutable, a la espera. El chino llorisqueaba al lado de un cajón de pescados. Al instante siguiente, bien por el fondo de la calle, apareció un tren.

Miré para abajo y las vías habían estado ahí todo el tiempo, sobre la calle, solo que no las había visto entre tantos cajones de carne y palanganas de cangrejos todavía vivos. Todo el mercado estaba montado sobre las vías y cada vez que pasaba el tren, cada uno de los trabajadores levantaba con su técnica el despliegue de mercaderías y esperaban pacientes. Habían muerto solo tres chinos en veinte años, me enteré después. El tren pasó muy lento y aplastó unas sandías que habían quedado en el medio de la calle, el chino pegó un gritito. Más allá del chino nadie hablaba, sólo se escuchaba el metal contra las vías, el humo que salía a presión por arriba y la bocina. Cuando tuve el tren enfrente, a diez centímetros de mi cara (y eso que tenía la cola bien pegada a la pared) me di cuenta de que era gigante, el tren más grande que había visto en mi vida.

Terminó de pasar y los puesteros volvieron a sus lugares. La verdulera tiro del piolín y los tablones se despegaron de la pared, algunas plantas de lechuga cayeron al piso y las levantó; el señor de las especies desmontó la torre de plástico multicolor y esparció las pimientas, el ají molido y la nuez moscada en una mesa; el viejo de las ojotas abrió la alfombra que tenía en la espalda y las ojotas quedaron de nuevo apiladas en el piso.

Volví al puesto de ojotas y le pregunté al viejo por las verde loro pero ni siquiera me miró. Revolví un poco y no las encontré. Al lado, la señora con la bandera de Inglaterra en una teta se estaba quedando dormida en su puesto de carne. Algunos otros puesteros hacían lo mismo y se tiraban a dormir al lado de los pescados o los frutos secos. Miré el reloj, eran las dos de la tarde, la hora de la siesta. El chino turista ya no gritaba, parecía aburrido, sacó algunas fotos y se fue. Era como si esa mole de hierro fundido hubiera arrastrado toda la vorágine y se hubiera llevado con ella la locura de las ventas, del intercambio, del ruido. Y ahora el mercado volvía a su ritmo, volvía a respirar.

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