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abraham pepe
Photo Credits: michal ©

33 escalones a un exilio

Hace dos meses terminé de escribir una novela y aunque sé que no es la última siempre digo que lo es. Y es que cuando cierro un ciclo con la escritura de algo extenso me aferro al pensamiento de conclusión, digo sí, es la última vez que escribo. Por lo normal después de haberle dedicado meses, a veces años, a un escrito, inmediatamente escondo mi laptop y no la uso ni para revisar E-mails o hacer pagos electrónicos; no quiero ver el teclado. Entonces salgo y bebo un par de cervezas, me emborracho y le cuento mi hazaña al primer cretino que sé que nunca lee. Eso me ayuda a congeniar con alguien a quien elijo como testigo de mi obra y al mismo tiempo le asigno la tarea de contactar a mis familiares en caso de que llegase a morir ahí frente a él. Pero sobre todo, le encargo la misión de conservar la anécdota de que un escritor murió después de contarle lo que había escrito. Ya lo sé, me gusta ser dramático.

El ritual de alejarme de las letras después de que escribo una novela incluye un exilio de todo lo que tenga que ver con arte, comenzando con la literatura, luego le agarro rencor al cine y por supuesto también expulso la música. Ni hablar, el odio que le tomo al contacto directo o indirecto con compañeros del oficio es temporal pero carroñero, me controla. Precisamente le contaba a Paola el otro día que lo que más disfruto hacer cuando estoy en ese estado de desarraigo, es olvidarme de que soy escritor, de que quiero publicar, incluso de que quiero seguir escribiendo.

Hago ejercicio, voy a nadar a la alberca del gimnasio y veo mucha televisión, los realities donde la gente vende antigüedades y memorabilia, o donde sujetos obesos compran almacenes confiscados y descubren tesoros para la reventa son mis favoritos. Dejo a la mitad cualquier libro que esté leyendo y le llamo a mi padre o a alguien con quien nunca hablo por teléfono. Hay gente que me dice que no es nada fácil olvidarse de lo que está pasando allá afuera, que es inevitable soslayar los problemas sociales y personales. Sí, lo es y lo sé. Pero precisamente por eso aclaro aquí que lo que yo hago es un simple ritual, absurdo y todo, pero sigue siendo mi ritual. ¿Hay rituales saludables? No. Los rituales nos controlan y nos ajustan a sus horarios y disponibilidad. Tener un ritual es tener excusas para funcionar, en vez de tener ganas o intensiones de actuar sin que algo nos obligue. Lo bueno de los rituales es cuando tienen fecha de caducidad.

El otro día por la noche mientras corría por la glorieta SCOP, en la repetida pasarela donde me encontraba girando como un carrusel miraba como fotomontaje las taquerías y su aglomeración de personas hambrientas sobre la avenida Universidad. Al mismo tiempo meditaba sobre el tema de alguna crónica para empezar a trabajar, mis días de exilio de las letras estaban terminando y era necesario comenzar a buscar material para escribir. En la esquina norte que curvea Universidad y Dr. Vértiz se planta una señora a vender elotes y esquites, pero no sólo vende sino que acribilla con su buena manera de manejar el negocio a los otros puestos que flotan alrededor como islas desiertas. Entre mis intensiones de escribir algo pensé que sería entretenido narrar la buena fortuna de la señora. Pero no, mejor no, dije. Voy a buscar a alguien a quien le importe un bledo lo que pasa en el mundo. Alguien exiliado de la realidad.

Dos días después caminé hasta la estación del metro Etiopía/Plaza de la Transparencia y me senté en los escalones de la entrada. Algo debe pasar por aquí, pensé, alguna banda de músicos se acercará en cualquier momento, a veces llega un señor a tocar el saxofón y se gana unas monedas en horas de soplidos y respiraciones trabajosas. Esperé veinte minutos, no ocurría nada fuera de lo cotidiano. Me levanté y para matar el tiempo bajé los escalones y los conté, son 33. Las personas salían de la estación ensimismadas en su cólera o cansancio, enterradas en la resignación y la dureza del traslado de norte a sur. Otros bajaban con la intensión de abordar el gusano anaranjado y perderse en las tripas de su túnel. Pasó media hora, para soportar la parsimonia me levanté y fui a comprar un café al Starbucks que está en la contra esquina. Diez minutos después regresé a mi puesto de observación, a mi torre de control, y me senté otra vez. Cuando miré hacía el interior de la estación vi que estaba una mujer sentada en el escalón número 15 con los pies sobre el 17. Era una anciana indígena cubierta por un reboso negro, una mano de barro se asomaba desde el bulto de ropas y sostenía un vaso de cartón para pedir limosna. Sentado en el escalón más alto, en el número uno, continué observando el subir y bajar de la gente, me enfoqué en contar cuantos de los que pasaban junto a la señora eran capaces de arrojar alguna moneda dentro del vaso. Por mucho tiempo nadie dejó caer ni una moneda, pero la mujer no se movía, quieta en su postura parecía una olla de mole sobre el brasero.

Cuando cayó la primera limosna, inmediatamente la mujer la sacó y la introdujo en algún monedero oculto entre la flacidez de sus senos cubiertos por una camisa reforzada por el chal. Pensé entonces, esta mujer es el ejemplo perfecto de la persona a la que le importa un culo lo que pase en el planeta. Ella misma está exiliada de la realidad. No le preocupa el calentamiento global, no le incomoda quien sea el presidente, no está enterada de cuantas mujeres han muerto en lo que va del año, mucho menos sabe que al final de esas escaleras donde está sentada hay un túnel donde el metro corre y se sabe que en dos años 153 personas entraron y desaparecieron sin dejar rastro.

Entonces cayó otra moneda dentro del vaso. Esta vez lo vi más claro, era una moneda de diez pesos. Su color dorado brilló sobre la mano morena que por un segundo se escondió bajo uno de los senos. La imagen me recordó el oro prehispánico y acepté que es totalmente legítimo que a esa señora le valga madre la disculpa que el presidente le exigió al rey de España y al Papa por las atrocidades de la conquista. Es más, me atreví a pensar que esa señora no estaría enterada de que en nuestra historia hay una etapa llamada Colonia.

Pasó una hora, sólo cuatro monedas cayeron dentro del vaso. Me terminé el café y me puse de pie, las nalgas me dolían. La señora seguía en la misma postura, no se movió ni una sola vez, su brazo asomado fuera del reboso parecía hecho de piedra y sostenido por una fuerza de voluntad de acero. Hacía calor y yo andaba de saco. Ella y su reboso parecían no estar satisfechas con lo poco que había caído en el vaso, le quedaba más tiempo a su jornada, ella y su paciencia tendrían que soportar el clima un rato más. Entonces bajé por los escalones, me acerqué y eché las monedas que había encontrado en la bolsa de mi pantalón. El cambio cayó dentro del vaso y se escuchó un ruido hueco. La señora murmuró una frase con palabras incomprensibles, casi mudas, y movió la cabeza con devoción. No pude ver su cara, el reboso le cubría el perfil y una cabellera plateada partía su frente y se aplastaba contra las arrugas del ceño.

Entré a la estación del metro, luego abordé la tripa anaranjada que devora personas, en donde cientos de mujeres, miles más bien dicho, son acosadas diariamente. Buscaré el tema para mi próxima crónica, dije. O quizá me perderé y nunca saldré. Da igual, de cualquier forma escribiré algo después de mi exilio.


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