Las oficinas de gobierno, al igual que los bancos y las discotecas siempre me han provocado angustia, las primeras por la burocracia y los segundos y terceras también. Las largas colas con lentos procedimientos ponen mi pulso en alerta, quizás porque sé que mi corazón debería estar en otro lugar.
Hace tiempo no voy a una discoteca, pero lo que recuerdo es una vitrina en la que los que están adentro quieren lo que los que están afuera están a punto de perder: libertad. La libertad de transitar sin ser juzgados, la libertad de soltarse y dejarse ir sin miedos, por la que pagan precios absurdos, enfrentando a un tipo gigante y autoritario que decidirá si entran o no, a quien le pagan para parecer nefasto mientras ellos pagan por dejarse ofender.
Los bancos acá son más amables y efectivos en apariencia, siempre y cuando circule el dinero, igual es una vitrina la que separa las posibilidades de las oportunidades. Nada es gratis porque así lo permitimos, cada transacción, y cada pago de créditos surgen de la angustia que se resume en los días y las prisas de cada mes. Los trámites son mezquinos y esclavizantes y sin embargo tan aceptados como el juicio en la fila de la discoteca y tan necesarios como la paciencia en la oficina de gobierno.
La mayoría de instituciones gubernamentales me entristecen y resultan universalmente patéticas. Aquí es el único espacio donde las apariencias no importan ni le importan a nadie. Ni la edad del anciano, ni el mal inglés de la señora, ni la sorpresa del educado, ni la prisa del trabajador, ni las preguntas del ignorante, todos y todas por igual son sometidos a la lenta y dolorosa tortura de la negligencia.
Por eso evito las discotecas, los bancos y las oficinas, por eso me dan pánico las colas y por eso mis intenciones de ir a cualquiera de las tres por lo general se quedan en puntos suspensivos. Hoy tuve que ir a la oficina de correo y me di cuenta que con lo que me gusta escribir nunca he mandado una carta ni un paquete desde aquí pero necesitaba y tenía que enviar unas medicinas. Encontré lo que esperaba, un edificio en ruinas sostenidas por debajo de los presupuestos, filas alineadas por historias y vitrinas que separan el antes y el después de una emergencia. Porque una medicina es urgente, porque pagar es urgente, porque recibir es urgente, porque amar es urgente.
Pensaba que tener 32 años y no saber cómo enviar una carta era peor que tener 7 y no saber cómo pedir prestado un libro en una biblioteca. Seguí mi instinto y al terminar de preparar mi encomienda me formé en la fila junto a todos los demás. Me concentré en la gente para ignorar el resto y los corazones comenzaron a estallar. La señora dominicana recibiendo un crayón de labios, el anciano recibiendo la carta de su hija que no ve de hace 20 años, la mamá enviando un triciclo a alguna isla, la novia enviando tres cartas a la vez, el empleador repartiendo los cheques de quincena, la hermana empacando unas medicinas.
La novia de las tres cartas estaba adelante de mí, el hombre atrás de la vitrina la mandó a repetir la tarea, al parecer ella tampoco había enviado antes nada. A mí sólo me dijo que estaba a punto de pagar más de lo que debía, que cambiara de formulario y sin hacer la cola volviera a su vitrina. Yo, que no puedo con las injusticias dejé pasar a los que venían por detrás y volví a hacer la cola. Y pasó la señora del triciclo, el papá de la hija que vive lejos y la anciana del crayón de labios. Ya para entonces quería pasarme a vivir a la oficina del correo, la pintaría de colores y la llenaría de flores.
Mi nuevo amigo me ayudó a terminar mi encomienda, vi la placa en su bolsillo izquierdo y grabé en mis ojos su nombre. David sabía que yo tenía otra pregunta y me dijo en palabras arrastradas de tiempo y cargadas de vivencias, «¿se te ofrece algo más?». Sí, respondí, «¿qué se siente a trabajar en el correo?, ¿qué se siente a ser un ángel que hace posible que lleguen todos los mensajes?» Suspiró y respiró como sólo lo puede hacer alguien que está acostumbrado a exhalar a través de las cuerdas de un reloj y contestó: «si para ti soy un ángel para otros soy el diablo, yo no sé lo que manda la gente, pero sí puedo leer sus ojos. Aquí hay de todo pero en general me gusta. Gente como tú que viene por primera vez son mis favoritos, hay gente que viene todos los días y me gusta cuando lloran o sonríen porque, antes de enviar o después de recibir algo, sus rostros siempre cambian y eso también es parte de mi trabajo, aprender a comprender».
Y en 30 minutos mi vida cambió para siempre. No creo volver a poner un pie en una discoteca, ahora tengo una alcancía para no ir a los bancos, pero al servicio de correo sí que vuelvo, mejor si con David pero si ya no lo encuentro, él ya hizo su tarea y ahora estoy lista para enviar todas las cartas que no he enviado. ¡A enviar sus direcciones!