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ainona
Photo by: David Geitgey Sierralupe ©

2020

Soñé con edificios de ladrillo rojo ardiendo y colapsando bajo el cielo azul de Nueva York.

Yo los contemplaba caer, humo y cenizas, como imperios derrocados.

Sauni asistía a mis clases online desde una ambulancia. La veía, día tras día, con su rostro tapado tras una mascarilla, escuchando mis explicaciones y riéndose de los chistes improvisados que me inventaba para hacerles olvidar lo de afuera. Pero ella estaba afuera. Los demás estábamos adentro.

Esther nunca dejó su trabajo en Dunkin Donuts. Le pregunté si no sentía miedo y me dijo que necesitaba dinero, que le estaban pagando más de lo normal y que le parecía increíble la cantidad de gente que acudía a la cafetería a comprar dulces o café con todo lo que estaba sucediendo.

Ethan no pudo quedarse hasta el final de semestre, como soldado de la infantería marina fue asignado al USNS Comfort, un buque militar utilizado como hospital en misión humanitaria y apoyo sanitario ante la pandemia. Tuvo que hacer su examen final una noche de domingo, en una computadora que un compañero improvisadamente le prestó.

Nathali había salido a almorzar. Cuando regresó a la clínica del Bronx en la que trabaja encontró a una mujer desplomada en el lobby. El doctor le había aconsejado que buscara ayuda médica de inmediato y murió en la entrada de la clínica. La tuvieron allí durante seis horas hasta que la familia y el personal de la funeraria llegaron a recogerla. Días después Nathali se enfermó. Tuvo que batallar sola contra la enfermedad en su apartamento de Washington Heights, aterrorizada por no infectar a su madre. Y a pesar de todo consiguió pasar con buenas notas sus clases de la universidad.

Dicen que la pandemia no reconoce clases sociales ni colores pero yo no estoy de acuerdo. He visto a mis estudiantes acudir a sus trabajos en supermercados, cafeterías, hospitales. Los he visto enfermarse y recuperarse, asistir a clases online y trabajar, apoyar a sus familias y enfrentarse, día a día, al miedo con una valentía inusitada.

Hace unos días un oficial de policía asesinó en Minneapolis a un hombre afroamericano desarmado. Se llamaba George Floyd. Era inocente. Y el pueblo indignado salió a las calles a protestar. Los incendios callejeros nocturnos me regresaron la imagen de edificios en llamas colapsando en la gran ciudad.

La desgracia sí distingue razas, estatus migratorios, géneros y orientaciones sexuales. La violencia, la enfermedad, la injusticia, azotan, una y otra vez, los mismos códigos postales, las mismas minorías, los mismos rostros. La historia se repite una y otra vez, de diferentes maneras, de la misma manera, como un círculo de fuego, como una rueda sin fondo, que no para de girar.


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