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1917
1917

1917, y la medalla inútil

La Primera Guerra Mundial sirve como estímulo para un gran ejercicio visual en 1917, el film de Sam Mendes. Y también para cuestionar la fascinación por las medallas.

Dos soldados británicos deben llevar, veloces, un mensaje. Solo uno lo conseguirá. 1917 es la carrera trágica del mensajero. Una misión necesaria luego de que las líneas de comunicación quedaron cortadas; la carrera entre la metralla, los cadáveres, las ratas regodeándose con los muertos, las zanjas en “la tierra de nadie” de las trincheras, los pueblos decapitados por las llamas y los cañonazos. Para muchos era la película destinada al Oscar. No fue el caso.

Pero 1917 quedará como un logro de epopeya visual.

La epopeya visual se construye desde la identificación entre el público observador y la mirada subjetiva de los personajes dentro de dos grandes planos secuencia. Prodigio fílmico conseguido con trucos y recursos digitales, y con el precedente de El Arca rusa de Alexander Sokurov.

Muchos han criticado la debilidad del guión, la falta de una reflexión crítica sobre la guerra. También, acertadamente, se ha señalado el error de situar un coronel dirigiendo las acciones desde un bunker en las trincheras, cuando, en la Primera Guerra Mundial, los oficiales de alto rango conducían las operaciones desde retaguardia, a buen resguardo.

Sin duda que en otros films, a diferencia de 1917, se cuestiona la brutalidad de la guerra desde una profundidad visionaria. Como, por ejemplo, el caso de Apocalipsis now (1979), de Francis Ford Coppola, basada en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, o la sublime La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick.

O Paths of glory, en su versión castellana, Patrulla infernal (1957), de Stanley Kubric, y su denuncia de la estupidez y el egoísmo de los altos mandos en la Gran Guerra.

En 1917 el relato argumental pasa a un segundo plano, porque su decisión artística es la creación de una narración sensorial dentro de la oscura capacidad humana para exterminar. No la manifestación de los intereses y ambiciones imperiales en pugna, o una meditación filosófica sobre la locura bélica.

El soldado corre desesperado por cumplir su misión, pero no corre solo en un paisaje, en un espacio a cubrir. Corre dentro de un proceso de destrucción, dentro de una máquina creada para matar como un acto anónimo e industrial.
Esa maquinaria letal del soldado de a pie fue la Primer Guerra Mundial. Y un soldado de a pie es quien nos arrastra todo el tiempo dentro de la estetización de la muerte y la fatalidad. De ahí los momentos de poesía entre el reguero de cadáveres. Como cuando frente a sus compañeros, un soldado entona una canción religiosa que todo lo abraza en la resignada espera del destino.

1917 es una carrera en el infierno sublimada por el arte cinematográfico. Pero tras la apariencia de su flacura argumental, se acomoda un tema que tantas reseñas eluden o no perciben: el rechazo de las medallas inútiles, de las insignias para esmaltar de vanidad el uniforme.

El desprecio a las medallas tiene su gran ejemplo en La cruz de hierro (Cross of Iron), la película bélica de 1977 de Sam Pecinpah.

En 1917, el soldado que sobrevivirá a la loca carrera por llevar un mensaje, se desinteresa por una condecoración que había recibido, la cambia por una botella de vino, lo que su compañero de armas no puede comprender.

Algo le hace presentir al soldado que las medallas son solo una trampa del ego, un rito triunfalista de la burocracia militar.

Pelear por una medalla no es una buena causa para luchar.

Por eso 1917 acierta en percibir los únicos motivos profundos para luchar. Entre la tormenta de balas y cañones, lo único que mantiene el ímpetu para sobrevivir es el llamado de los afectos o el deseo de salvar al compañero. No el brillo inútil de las medallas. O la gloria abstracta de las naciones, que se escribe con la guerra que mata a los jóvenes y a la razón.


Photo by: Still from the film 1917 ©

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