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Los Años Luctuosos: Marzos que son un siglo

12 DE MARZO

8.36 am

Eso pone en mi móvil. Le sumo cinco horas porque la que me importa es la hora de España. Lavo el plato del desayuno, el vaso y la batidora. Desde que me he comprado la batidora, me hago unos batidos de fresa y plátano para desayunar que ni el chef Ramsey. Me seco las manos con el trapo y vuelvo a mirar el móvil. En cualquier momento me va a llamar mi abuela para decirme lo muchísimo que le han gustado las flores que le he mandado por su cumpleaños. También el osito y la nota —mi abuela es muy de agradecer mis notas—. No me preguntéis cuántos cumple exactamente. Una barbaridad de años. El domingo pasado, cuando la llamé, me dijo que hoy cumpliría cien.

—¿Pero cómo, abu? No te eches de más, si todavía te queda para los cien.

—Cien. Cumplo un siglo y ya con eso me planto —me respondió.

Luego se puso a hablar del ascensor nuevo que acaban de instalar en su edificio y de esa señora que —según ella— le limpia la casa. Como siempre, quiso que le asegurara que estoy comiendo bien y que sigo contenta con ese trabajo que tengo aquí. Yo le hablé de los batidos que me hago con mi batidora nueva y le dije que lo que hago me gusta una barbaridad —mi abuela no entiende bien eso de que en este país mi trabajo consista en estudiar y escribir cosas. En realidad, a mí también me cuesta entenderlo—. Para despedirse me mandó muchos besos —mi abuela es muy de besos telefónicos. Muy de decirme: «Saruquera, muuuchos, muuuchos besos».

Los meses de marzo están llenos de celebraciones: 12 de marzo, cumple de la abuela; 19 de marzo, día del padre; 22 de marzo, mi cumpleaños. Mi abuela nunca ha perdonado una celebración. La recuerdo alzándome para soplar las velas, enseñándome a aplaudir —palmas palmitas higos y castañitas—, brindando con un poquito de champán. «Que la vida son dos días y uno de medio fiesta», solía decir.

Desde que vivo aquí, ya es tradición que en el mes de marzo mi familia me meta dinero en la cuenta como regalo. Al mismo tiempo, yo contribuyo —redistribución de la riqueza nacional— a la bonanza de empresas como Regalooriginal.com, Interflora.es o Regalosconbuengusto.com. Ellos son quienes se encargan —a su manera— de perpetuar el tirón flojete de orejas que yo le daba a mi abuela cuando vivía en España o de recordarle a mi padre de que otro como él no hay. Tengo que decir que —aunque no es lo mismo— la mayor parte de las veces no me representan demasiado mal.

8.47 am

Mi madre me responde al Whatsapp que no, que mi abuela no ha recibido nada. Que si quiere llama ella a los del Regalooriginal.com a ver qué ha pasado. Yo le digo que se lo agradezco porque así me evito recargar la cuenta de Skype.

Pienso en mi abuela preguntándole a esa señora que le limpia —y a la que sólo ella ve— si cree que su nieta se ha olvidado de su cumpleaños. Me imagino a la señora que limpia encogiéndose de hombros ante mi abuela, haciéndola dudar. Tengo que decir que, cuando pasan este tipo de cosas, soy muy de maldecirme por estar tan lejos, por haber elegido una profesión tan rara, por ser tan culo inquieto. Maldigo entonces todo lo que me enseñaron las becas Erasmus, los libros, los vuelos baratos, los campamentos en el extranjero, mi manía de escribir tonterías. Cuando pienso que estando lejos hago sufrir a mi familia soy muy de enrabietarme con mi país, de cagarme en todo lo rojo y gualda por permitirme conocer tanto. Por luego no explicarme qué hacer con todo aquello.

8:53 am

No me da tiempo ni de meterme a la ducha cuando veo que mi madre me responde. «Enano, dicn q tviern 1 problm. A ls 6 llgará l rprtidor a casa d l abuela». Que no os sorprenda la capacidad de estas empresas para excusarse con cualquier pretexto. Tampoco el hecho de que mi madre domine el lenguaje chat. Se le da de perlas y le gusta mucho más escribir así que con el corrector ortográfico. Lo que también se le da de perlas desde que es una mujer tecnológica —consecuencias funestas de tener a una hija viviendo en el extranjero— es comprobar por mi última conexión al Whatsapp qué días he trasnochado y regañarme después por no dormir bien. Mi padre, en cambio, es más de redes sociales. Me da like a cualquier imbecilidad que escriba y, cada vez que comparto en Facebook uno de los posts que escribo para la revista ViceVersa, los comenta con unas frases tan exageradamente halagüeñas que, si os digo la verdad, siento un poquito de fatiga. También les echa piropos a mis amigos neoyorquinos —a los que ya conoce por las fotos que subo— y les agradece públicamente que me cuiden tanto. Veremos qué pasa con Twitter. Mi padre acaba de abrirse un perfil y le encantan los chistes de diostuitero. Ayer retuiteó este: «¡pero qué feos sois, cabrones! (Carta de San Pablo a los Adefesios 21:45)». ¿Qué será de los que somos sus followers cuando descubra que la Hermandad del Cristo de los Gitanos también está en las redes?

12.35 am

—Otra vez me ha salido la Telefónica —me explica mi abuela—. Diciendo cosas raras los sinvergüenzas esos. Pero yo quería llamarte para avisarte de que llegaron tus regalos.

—¿Te gustaron abu?

—Aquí los tengo. Un cesto de flores y un osito. Así que eso. Ya lo sabes: tus regalos te están esperando aquí, Saruquera. Ya vendrás a recogerlos.

  Cada vez que mi abuela me llama, monta un lío que para qué. Mi madre la provee de unas tarjetas Jazzpanda para llamadas internacionales que compra en los chinos. La verdad es que las tarjetitas tienen su intríngulis. Primero debe marcar un número, después pulsar el dos para que le hablen en español. Le piden entonces que —tras rascar una banda plateada— marque el código pin. Lo último es teclear el prefijo de Estados Unidos seguido de mi teléfono neoyorquino. En total casi cuarenta dígitos. Como mi abuela últimamente está más torpona, mi tío —que vive con ella— hace toda esta operación de marcar y marcar. Después le pasa el auricular para que hable. Pero la cosa no termina ahí. Al parecer, cuando ya la van a conectar conmigo, salta una grabación en inglés —a pesar de que había marcado previamente el número dos para que le hablaran en español— y le dicen que se está transfiriendo su llamada. Mi abuela —que cree estar hablando con un representante de la Telefónica— aprovecha para mandarlos a freír espárragos y decirles que son unos sacaperras como todos los de las compañías telefónicas. 

—¿Cómo que me están esperando los regalos? Abu, son para ti. Los he pedido para ti. Para que te los llevaran a casa por tu cumpleaños.

—Los han subido en el ascensor nuevo, ¿sabes? El ascensor que me han puesto para que llegue desde aquí hasta ese sitio donde tú estás. Para verte. Y los regalos, todos para ti, Saruquera —insiste—. Para tu cumpleaños que ya es prontito. El 22, que la abu no se olvida. No se olvida. ¿Sabes?, hay una señora que me limpia la casa y no sé quién es. Pero a mí plin porque yo hoy cumplo cien.

—Muchas felicidades, abu. Pero a mí me parece que cumples unos pocos menos.

—Cien. Y ya con esto me planto.

Mi abuela me habla un rato del mal tiempo que ha vuelto a hacer en Madrid. También insiste en contarme una vez más lo de esa señora que se le ha metido en la casa desde hace unos días y se la limpia de arriba a abajo.

—Pues aprovecha y que te la deje reluciente.

—Pero es que yo no sé quién es ni por qué se me ha metido en la casa.

—¿Y te han gustado los regalos?

—Las flores muy bonitas, en un cestito venían. Y el oso, feúcho pero gracioso. Con una capuchita, ¿sabes? Te está esperando por tu cumpleaños.

Mi abuela es muy de entregar los regalos en mano y lleva muy mal la distancia. Ella es de cogerme de las manos y cantar con una entonación fatal el que reine la paz en tu día y que cumplas muchos más. Muy de hacer un hueco en la comida para ponerse fea a tarta. Sobre todo si es de chocolate.

—¿Cómo de feo es el oso, abu?

—Feo feo —me dice, y me acuerdo de diostuitero.

—Ya me lo imagino. No me digas más: un adefesio, ¿verdad? Un adefesio cabrón con capucha —mi abuela se ríe siempre que digo palabrotas—. Bueno, pues bien, entonces el oso es mío. ¿Y la nota, te ha gustado la nota?

Aunque mi abuela intente disimular, sé que es lo que más le ha gustado. Ella sabe como nadie apreciar mis notas.

19 DE MARZO

8:47 am

Mientras me bebo mi batido matutino de fresas y plátano, veo por el móvil que mi padre ha subido una foto a Facebook con su regalo: un estuche de piel con cremas faciales que le hicieron llegar los de Regalosconbuengusto.com. Además ha escrito uno de sus posts hiperbólicos y llenos de sentimiento sobre lo cerca que se siente de su hija a pesar de la distancia. Yo le doy like y le digo la verdad —aunque también suene hiperbólica—: que es el más grande, que padre como él no hay. Después mando a mi madre por el Whatsapp el icono de la carita que llora de risa y ella me responde: «Ya l conces. S muy barroco cuand scrib. T quiere much. Ls repartidres s eqvocarn y trjeron l rglo ayer. Papá dce q n t diga nada para n disgstart pro mjor ya no cmpres regls cn esa gent». Lo pienso un momento. Concluyo que si prescindiera de Regalooriginal.com y Resgalosconbuengusto.com no sólo aumentaría de forma desmesurada las arcas de Interflora.es —desastrosa concentración de capital— sino que toda mi familia acabaría harta de recibir plantas.

22 DE MARZO

13:21pm

Eso pone en mi móvil. Le sumo cinco horas porque la que me importa es la hora de España y le pregunto a la señorita del mostrador si no tienen un vuelo que salga antes. Mientras la señorita revisa los vuelos pulsando un teclado viejo con la punta de sus uñas decoradas con purpurina —clac clac clac—, me siento desfallecer. No sé si es porque me ha faltado prepararme mi batido mañanero o porque los treinta y dos recién cumplidos caen así de mal. La señorita sigue tecleando. Cifras casi tan largas como las de las tarjetas de llamadas internacionales de Jazzpanda. Me comunica que no, que tendré que esperarme hasta el vuelo de la tarde, que sólo quedan dos plazas en business y que llegaré a Madrid a la mañana siguiente. Le digo que tengo que llegar ya. Que mi abuela no perdona una celebración familiar. Le pregunto si no podría ocurrir que alguien cancelara su vuelo y yo lo pudiera aprovechar. Por respuesta sólo niega con la cabeza y me dice que esté tranquila, no hay problema porque llegaré mañana por la mañana. Mientras me lo dice sigue mirando las teclas. O quizá sus uñas o su purpurina. Que no os sorprenda la capacidad de las compañías aéreas para minimizar la distancia y el tiempo.

Me siento con mi maleta en la sala de espera del aeropuerto y escribo a mis padres. Les digo que no voy a poder llegar hasta el día siguiente. Mi madre me responde «n t preocups, sts aquí a psar d l dstancia. L hems puest t osito». Junto a mi abuela —que ha decidido plantarse del todo precisamente en el día de mi cumpleaños—, al parecer han colocado el oso de Regalooriginal.com. Un oso feo feo. Un adefesio cabrón con capucha que me representará hasta que consiga atravesar el maldito Atlántico y llegar a España —cuando siento que estoy muy lejos de mi familia soy muy de maldecir el océano. De maldecir y de llorar—. Entonces lloro porque siempre desconfié de esa señora que hacía que limpiaba la casa de mi abuela —y que sólo ella veía—, porque el ascensor que la iba a traer hasta aquí no le funcionó y porque al parecer ella ha querido que yo fuera a su encuentro en mi cumpleaños pero no llegaré a tiempo. En realidad, por encima de todo lloro porque a mi abuela este marzo se le hizo un siglo y a mí, desde que vivo lejos, cada una de sus horas también.

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