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Villa Nougués

a Gabriel Bellomo
a Catalina Arú, in memoriam

Estacioné en la explanada estrecha y selecta del restaurante. Gabriel Bellomo y Adriana, su esposa, bajaron con entusiasmo. Para ellos era la primera vez en la villa antigua. Los invité a que camináramos hacia el patio interior, al lado del aljibe. Desde nuestra posición, se divisaba la iglesia inmóvil y unos árboles claros y nudosos. Un poco más abajo se veía la roja cancha de tenis de ladrillo y unos senderos sinuosos. No se podía ver más allá por las manchas blancas y largas de la neblina. Recuerdo que Gabriel estiró el brazo, demandante, y preguntó por la casa más alta de la villa. Le dije que era un misterio, que nadie conocía a los dueños, y que siempre estaba ocupada por alguna familia que alquilaba. Debe ser hermosa, dijo Adriana, y Gabriel hizo una mueca de asentimiento. Es bella, sobre todo de noche, dijo Diana, mi esposa, altanera, como si hablara de un castillo medieval.

Nos metimos al restaurante. Había poca gente a esa hora. Habíamos llegado temprano. Entre las nubes, los tenues rayos tímidos esculpían suaves sombras en el patio de ladrillos viejos. Acá todo es antiguo, dijo Gabriel. No creas, le dije. Bernabé, mi hijo, se escabulló entre las piernas de Diana y agarró a Pepito con fuerza. Bernabé dio un grito tremendo que nos asustó a todos y empezó a correr por el patio de ladrillos siguiendo al perro. Pepito llevaba la lengua afuera, como si el incidente en la parada anterior le hubiera acelerado el ritmo interior. En un rato, los dos ya iban por el sendero que lleva a la planicie que hay detrás de unas casas viejas y abandonadas, con jardines enormes y con una vista incomparable de la ciudad. Diana tuvo que salir corriendo. No podía dejar a Bernabé solo, en medio del verde paraje solitario. Y tampoco podía dejar a Pepito, después de lo que había hecho en la ladera del cerro, cuando subíamos a la villa.

Vamos por acá, dije, y les indiqué una mesa. Nos sentamos. Cuando giré mi cabeza hacia el amplio ventanal vi que mis suegros estaban sentados en la mesa del costado. Diana, mi mujer, estaba con Bernabé y, quizás por la premura del viaje o por el cansancio acumulado, no me había dicho que sus padres podían estar en la villa. Me acerqué a saludarlos. Juana, mi suegra, llevaba un traje violeta, impecable, y un sombrero de paja, beige, que le hacía juego con los zapatos. Mi suegro tenía una bermuda verde y unos anteojos oscuros, un reloj naranja que le saltaba en la muñeca como un bicho inquieto y unas zapatillas deportivas. Estaban cómodos, con una botella de gaseosa y un platito de maníes sobre la mesa de mantel pulcro, blanco. Parecían distendidos.

Qué gusto verlos, dije con sinceridad. Vení, sentate, dijo mi suegro, Antonio. Estoy con amigos, le anuncié. Vengan todos, agregó, generoso. Me acerqué a Gabriel y le presenté a mis suegros. Nos acomodamos en una sola mesa. El mozo trajo la carta y pedimos unas empanadas, un plato de ravioles, una suprema con ensalada y un plato grande de papas fritas y gaseosas. Antonio pidió un vino tinto para amenizar. Gabriel lo acompañó, gustoso.

Al rato regresaron Diana y Bernabé y mi esposa se sorprendió al ver a sus padres. Los recibieron con alegría. Bernabé traía a Pepito de la soga, arrastrándolo. Mi suegra le dio un abrazo contenido y lo colocó en sus piernas violetas. Antonio, mi suegro, le hizo un gesto con las manos, como si fuera un truco falso de magia, y Bernabé se rió. Se sentaron. Les alcancé un plato y Bernabé empezó a devorar las papas fritas. Pidamos una gaseosa más grande, dijo Antonio.

Es hermosa la vista, dijo Gabriel. Esto es el paraíso, exageró Antonio. No es para tanto, papá, dijo Diana. Juana agarró del brazo a Bernabé y le pidió que le contara la aventura por el paraje de la ladera. Él se resistió, riéndose, al principio, y después le habló de las travesuras de Pepito. El perro estaba atado a la pata de la mesa, olfateando las cosas que lo rodeaban. Bernabé le contó que Pepito había tenido un accidente antes de que llagáramos a la villa. Juana se preocupó. No pasó nada, dije para tranquilizarla. Ella no se dio por enterada de mi comentario. Diana le explicó lo sucedido. Le contó que Pepito salió corriendo por el descanso, solo, y que Bernabé lo siguió, como un loco. Le dijo que Pepito estaba descontrolado, como nunca y que no respondía a los gritos de nadie. Estaba sin contención, mamá, dijo Diana. Pepito se metió por un conjunto de árboles gruesos y después no lo vimos más. Lo empezamos a buscar y cuando nos dimos cuenta estaba detrás de los árboles, cerca del precipicio. ¿Y Bernabé?, dijo Juana, alarmada. Bernabé estaba conmigo, dijo mi esposa. No pasó nada. ¿Y entonces?, preguntó Antonio. No, dijo Gabriel, lo que pasa es que casi se cae por el terraplén. Y Bernabé se asustó un poco, dijo Adriana. Juana nos miró con desconsuelo. En su cara se veían las grietas silenciosas de la preocupación. No hagas eso, le pidió a Bernabé. Y él empezó a acarrear su auto rojo por el mantel blanquecino, pulcro, abandonando la conversación, y dejando que las ruedas de su auto astillaran la tela del mantel.

Me gustaría subir a la casa más alta, dijo Gabriel. No se puede, le dijo Antonio. Yo le avisé que es un misterio, dije. Lo que pasa es que está perdida en la niebla, dijo Juana, un poco más calmada. Mirá, se puso la mano en la cintura, como si necesitara acomodarse para hablar. Esa casa ha sido objeto de las más diversas elucubraciones. Hasta el gobernador fue dueño de la casa. Pero la vendió porque hay fantasmas, dijo Antonio. Cállate, dijo Juana y chistó en señal de enojo, no tenés que decir esas cosas delante de Bernabé. ¿Cómo es eso?, preguntó la esposa de Gabriel, mientras avanzaba, afanosa, con el plato de ravioles a la portuguesa. El plato brillaba con la luz opaca y tenue que se filtraba por la ventana. El gobernador compró la casa y después la vendió. Dicen que fue para arreglar unos negocios, agregué, tranquilo, tocándole el jopo a mi hijo. Éste, a su vez, le tocaba el hocico negro y brilloso a Pepito. Las cosas no están claras, dije. Noté que mi esposa miraba hacia afuera. ¿Pasa algo?, murmuré en su oído. No, nada, me cansé un poco con Bernabé, dijo para sí. Quédate tranquila. Ahora descansa. Eso es lo que hago, me dijo, y siguió con los ojos hacia la ventana blanca como un enorme bastidor de artista.

La casa es bella por fuera, dijo Gabriel. ¿Viste eso?, le pregunté mientras le señalaba la otra cancha de tenis, la que estaba abandonada. No, dijo Gabriel y noté que una luz trémula se encendía en sus ojos inquietos. No la había visto yo tampoco, dijo Adriana, soplándose las manos. Es una cancha abandonada, dije. Ahí ocurrió algo hace mucho, dijo Antonio. Juana lo miró, ahora visiblemente enojada. Antonio se tapó la cara, como si descargara una tensión antigua. En serio, creo que fue un asesinato, dijo, en un murmullo, para que no lo escuchara su esposa. No se habla de eso delante de un niño, dijo con bronca. Entonces hay que escribir algo sobre la cancha y los accidentes, razonó, impecable, Gabriel, sin sospechar, en ese momento, que la ficción podía ser más avara que la realidad.

Estuvimos en silencio durante un rato.

En la casa suceden cosas raras. Y es famosa en otros lados, dijo, orgullosa, Juana. Dónde, dijo Antonio, como si quisiera probarla. En el exterior, en Francia. Una vez vinieron unos franceses a filmar acá. La villa es francesa. Fue fundada por unos inmigrantes a principios de siglo, agregué, para ampliar la información. No me digas, agregó con ironía mi esposa. Se tiraba un poco de aire con la servilleta de papel. Está pesado, ¿no?, agregó. Sí, hay mucha humedad, dijo Juana. ¿Aquí siempre es así?, preguntó Adriana. No, dijo Juana. Sí, dijo Antonio.

Esos franceses, dijo Juana. Qué tenés con los franceses, se quejó mi suegro. Nada, se rió ella, nada. A veces me hacen reír y otras me aburren como una ostra. A mi gusta el cine francés, dijo Gabriel, sincero, con los ojos perdidos, como si volviera de una semana de sueño. A mí me cansa, comentó Adriana. Lo mejor que tienen es la música. La maestra de Piazzolla era francesa. Sí, lo sabía, dije, con aire de sabiduría. Él siempre sabe, se quejó mi esposa. En serio, lo sabía, agregué. Ya sé, tonto, dijo ella. Estoy bromeando. No se peleen, dijo Juana. No peleamos, mamá, sólo estamos jugando al jueguito del saber.

Bueno, yo lo decía en serio, terció Gabriel. Tienen un cine muy importante. Será muy importante pero es aburrido, cortó mi suegra. A veces se ponen muy serios. Todo tiene un tono sublime. Si van al baño es serio, si cuentan un chiste tiene que ser metafísico, si se pelean de la novia es terrible. Todo es un problema existencial. Andan caminando por la vereda hablando de Sartre, y todo es muy profundo. A mi mamá le aburrían las películas francesas. A mí me llevaba al cine por compromiso porque mi papá era de la Alianza francesa y había que ir a cumplir. Sólo por eso. El otro día vi una de Chabrol. Es un viejito encantador. Un día me lo crucé en un avión. Juana, le pidió Antonio, no contés eso. Es un viejito encantador, siguió mi suegra. El viejo iba leyendo una novela negra. Entonces yo me acerqué y le dije si no le gustaban las novelas rosas. Quizás podría mejorar el drama de sus películas si cambiara de libro. Es todo tan pesado, tan aburrido, repitió, desganada, y lanzó una carcajada que resonó en las ondulaciones más profundas del cerro verdoso y húmedo. Gabriel la miró a su esposa, sorprendido, y ella le hizo una mueca de complicidad tenue con los labios finos. Mi suegra se tocó la nariz, en un gesto automático y nervioso.

Vamos mamá, dijo Bernabé. Acompáñalo vos, me pidió. No, dijo Bernabé, yo quiero ir con vos.

Se fueron rápidamente.

Mi suegro habló del Nash, del Studebaker, de los autos que le gustaría tener y que no podía comprar por los reglamentos del gobierno. Con Gabriel y su esposa nos fuimos a mirar desde la terraza del cerro. La ciudad era un plano de miniaturas, hermoso y lejano.

Cuando volvimos un rato después, la tragedia ya había ocurrido. Mi esposa y Bernabé tenían las caras deformadas por el dolor. La atmósfera se tiñó pronto con una pátina terrible, espantosa. Mientras Bernabé lloraba, desconsolado, Diana contó que Pepito estaba loco y que corrió descontrolado por el borde. Y que en un momento derrapó y estiró sus patitas y pudo agarrarse apenas. Después corrió por la herbosa ladera verde hasta que perdió el equilibrio y empezó a caer por el precipicio y no hubo forma de agarrarlo. Grité al vacío, dijo ella, y no había nadie alrededor. Estábamos solos. Mi grito fue un eco en el silencio atronador mientras veía, sin poder hacer nada, cómo Pepito se perdía en la profundidad más honda. Bernabé lo miró caer, vio cómo su cuerpo de huesos flacos rodaba por la pendiente. Bernabé se largó a llorar: enloquecida vi cómo las lágrimas le empezaban a tragar la cara y ahí lo agarré del brazo porque se iba detrás del perro.

Nos metimos en el auto. Con la tristeza enorme como un mar turquesa y fatal, el auto descendió, lento, y arribamos a la ciudad.

Nunca voy a olvidar la cara de Bernabé en la neblina del cerro. Los copos brumosos y grises de las nubes embarraban el aire y su color era más suave que el llanto que lo hundió en el encierro durante días.


Photo Credits: Papa Pic

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