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Recuerdos romanos

Llegué a Roma a fines del 59, procedente de la primera edición del festival cinematográfico internacional de Moscú. Allí había conocido, entre otros, al legendario Nicolai Cherkasov, el Alejandro Nevski e Iván el Terrible de Eisenstein, y a dos de los integrantes del elenco estable de Bergman: Gunnar Björnstrand y Stig Olin.

En el largo viaje de regreso en tren a Roma hice una escala en Milán. Allí trabajaba como director de fotografía de los dramáticos de la Rai David Altschuler, que había sido aprendiz de fotografía y asistente de mi padre, Anatole Saderman. Yo llegaba a Italia sin nada concreto, buscando instalarme y trabajar, pero la escala en Milán no dio frutos. Seguí viaje a Roma, donde un amigo reciente que conocí en Moscú, Gian Lorenzo Pacini, me prestó un sofá en su ático de Via Santa Caterina da Siena. ¿Recuerdan la película de Visconti “Ritratto di famiglia in un interno”? Así era la casa de Gian Lorenzo.

Del sofá de Santa Caterina da Siena me mudé a una pensión cerca de la Piazza Cavour. La dueña era una napolitana, Zia Fofó. A sus huéspedes nos despertaba todas las mañanas con un café fuerte acabado de hacer. Entre los demás pensionistas había actores de la compañía de Edoardo de Filippo. Por la noche, en torno a la mesa de la cocina y después de la cena, se jugaba a lo scopone scientifico, una variante de la escoba de 15. Zia Fofó vivía con un pucho apagado en la comisura de sus labios y chancleteaba por la casa. Su marido, Zio Errico, que se teñía el cabello de un negro petróleo, lo único que había hecho en su vida fue dedicarle una canción a Sofía Loren.

Después de trabajar unos meses como dibujante en un estudio de arquitectura que construía colegios y conventos para el Vaticano, conocí a través de un amigo argentino a un guionista italiano que me presentó a Carlo Alberto Chiesa, Director del Cinematográfico de la RaiTV. Todavía no sé cómo explicármelo: sin más, Chiesa me puso a prueba como director de documentales. Se trabajaba en 16mm blanco y negro, aún no había aparecido el video.

Yo había realizado varios cortos en Argentina, cortos que los que comenzábamos hacíamos con las uñas, con equipos humanos que no superaban las dos o tres personas. En la primera salida de trabajo para la Rai, para filmar varios segmentos de una serie importantísima, Giovani d´Oggi, me encontré al frente de un autobús con unas 25 personas. El director de fotografía era un veterano bajito y barrigón, que hacía ostentación de su condición de fascista (llevaba colgado del cinturón un medallón con la efigie de Mussolini) me decía “dottore”. Lo filmado resultó exitoso, y seguí trabajando para la Rai hasta mi partida a fines de 1962.

Durante los años romanos tuve la oportunidad de conocer a varios directores: Antonioni, Fellini, Visconti, y estuve en algunos de sus rodajes. A Antonioni lo conocí a través de uno de los miembros de mi barra de amigos romanos, Tanino Negroni, que era su oculista. En La Notte, es el morocho que se lleva de la fiesta a Jeanne Moreau. Con lo que le pagaron por su aparición se compró una Giulietta Sprint. Recuerdo a Antonioni dirigiendo a Alain Delon en El Eclipse. Era un primer plano, y Antonioni estaba en la cámara. Me llamó la atención que las indicaciones se limitaran a “inclina la cabeza a la izquierda…, un poco más”. 

A Fellini lo conocí por primera vez en su casa, acompañando como intérprete a un amigo que debía hacerle una entrevista. Giulietta Masina se asomaba de vez en cuando y desaparecía. Finalizada la entrevista, le pregunté a Fellini si conocía las películas de Ingmar Bergman, que los rioplatenses habíamos descubierto años atrás. Me contestó que no, y la razón era que sufría de una enfermedad de los ojos, que se le irritaban cuando iba al cine. Pero también pidió que esa respuesta no figurara en la entrevista. La segunda vez que lo vi fue durante el rodaje de 8 y ½, en la locación de la estación termal. Me había invitado Deena Boyer, una norteamericana que se ocupaba de la prensa de la película.

Visité también el rodaje de “Rocco y sus hermanos”. Era un mar de gente, Visconti reinaba desde una suerte de trono en medio de un torbellino humano y de equipos. A su asistente, Giuliano Montaldo, que años después sería un director importante, lo mandaba a traerle café, con modales no precisamente amables.

Había un viaje en puerta. Renuncié a la Rai, entregué mi apartamento de Piazza Quadrata, cuyo nombre oficial es Piazza Buenos Aires (juro que no lo busqué), me despedí de mis amigos. Y de pronto llegó una contraorden: el viaje debía posponerse por varios meses. A Roma acababa de llegar el Gato Barbieri, en su plan de internacionalización planeado por su mujer, Michelle. A través de un amigo común, el poeta Mario Trejo, me invitaron a compartir el apartamento que habían alquilado. Viví los seis meses que tuve que permanecer en Roma escuchando al Gato en su permanente búsqueda del “sonido” de John Coltrane. Y haciendo con un amigo italiano, Silvio Maestranzi, mi último trabajo romano. Un documental sobre la gigantesca exposición de arte mexicano precolombino que había llegado a la ciudad eterna. Se llamó “Il Serpente Piumato”, y no tengo una copia del mismo.

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