Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Lupe Y. Montoya

Dueña y señora

Yo no quería mudarme a tu apartamento en el sur. No, no era miedo al compromiso o temor alguno por aquello que la mudanza implica, era más bien que me preocupaba alterar aquel orden, esa sinfonía orquestada por vos en la que la dicha consistía en ocupar el perfecto no lugar. Recuerdo cómo te alegrabas con el hallazgo fuera de lo común y de tus llaves heladas al interior de la nevera expectantes para responder alegres a la cuestión: ¿Si yo fuera una llave dónde me escondería? Con que dicha celebrabas el reencuentro con aquel objeto perdido y con qué perplejidad yo atendía a esa pregunta -cada vez más – como quién escucha algún tipo de sortilegio.

Me es difícil ingresar en un espacio constituido dónde alguien vive alegremente reflejando su capacidad de estar por fuera de los cánones: la ropa arrojada por doquier, la cebolla con aspecto de pulpo, el balcón adornado con toda la indumentaria necesaria para quien se dedica a la floricultura y ese par de flores muertas, secas y olvidadas. La nevera vacía sin otra cosa que tus llaves y de nuevo, esa cebolla que aún me hace llorar. Mi querida Ela, puede parecer sarcasmo pero en esa forma tuya para disponer el orden descubrí en mí un lado siempre oculto. Algo más había en esa pregunta que lanzabas con aire de pitonisa, en ese tino para saber dónde desea descansar cada objeto perdido; algo más había en esa custodia minuciosa y cariñosa que brindabas a las cosas que mutaban en tu cocina y en esas flores muertas que se asomaban con algo de nostalgia por tu balcón. La costumbre Ela, es más fuerte que el tic tac del reloj, la costumbre es la paradoja que nos ayuda a vivir.

Cuan culpable me sentía por alterar tu universo. Me resultaba doloroso ese impulso de llevar el vaso recién usado a tu cocina y con qué arrepentimiento pasaba la esponja cubierta de jabón sobre la losa acuartelada en el lavaplatos y no menos me dolía colocar todo, luego de secarlo, en el cajón de la alacena diseñado para resguardar aquello. Esa rutina inescrutable para mí, era semejante a aquello que sugeriste un día cuando te pregunté por qué no opinabas sobre lo que escribía: “como poner esos sellos de animales que dan en los jardines infantiles sobre cada pieza de la obra de Monet”.

Mis intervenciones en tu espacio siempre han sido pequeñas. Nunca logré siquiera imaginarme aquella proeza: retirar todo el polvo, deshacerme de las flores en el balcón o tender la cama sin desafiar primero una serie de temores con tintes judiciales. No quiero por algún atrevimiento desajustar algo dispuesto por la galaxia, echarme a cuestas alguna especie de karma inexorable o teñirlo todo con un juicio que no es cierto, jamás condenaría eso que para vos es más que una alternativa al orden.

Durante el fin de semana, hice finalmente parte de esa forma tuya y por algunas horas me encontré como los objetos de tu casa, perdida entre sus sábanas. Hicimos el amor por tanto tiempo que sentí que el reloj le regaló horas al día para evitarnos asuntos pendientes. Poco nos bañamos y de nuevo hicimos el amor descansando sólo cuando el hambre se hacía insoportable. Del cuarto no salimos más que para recibir la comida que traía el domiciliario. Permanecimos desnudas, acaloradas y de algún modo salían cosas y cosas del cuarto que jamás habíamos visto, claro está, todo se lanzaba sobre el suelo siguiendo la ruta que vos has dispuesto para el orden. Llegué a sentirme tan acoplada con todo aquello, que no pensé tener hoy el impulso aquel que me llenó justo después de que cruzaras la puerta rumbo a la clínica. Nunca lo había hecho antes. De niña no se me permitió jamás empuñar elemento alguno para la realización de la limpieza, apenas hace poco he empezado a ocuparme de esos quehaceres, pero está todo limitado al perímetro que comprende mi habitación. Tampoco jamás me había sentido agredida por el desorden, déjame invitarte a mi casa y podrás constatar que no te miento. Pero no fue aquello un impulso proveniente de alguna molestia, todo lo contrario, era simplemente que vos acababas de salir a trabajar y yo me quedaba ahí, al frente de todo, dueña y señora de tu casa. Justo al despedirnos, luego de prepararte el desayuno y rondarte desnuda y excitada mientras te alistabas para ir al hospital, justo al cerrar la puerta me invadió algo, algo que no sé cómo nombrar. No pude evitar fantasear con tu rostro de satisfacción al regresar del trabajo y encontrarlo todo en su lugar, no como vos lo preferís sino dentro de lo regular: limpieza absoluta. No hace mucho terminé. Está todo limpio: lavé los baños, sacudí los pocos muebles, descubrí algo de control en tus armarios, doblé la ropa y dejé todo en los cajones, las blusas a un lado, los pantalones al otro y la ropa interior está organizada en una caja bordada que vos no usabas. Lavé los baños y la cocina, metí la mano en cada agujero de tu casa, incluso en algunos cuya existencia desconocía. Todo iba bien hasta que abrí la nevera. Ahí estaba la cebolla ¿Recuerdas la cebolla cabezona? ¿La que en algunas ocasiones llamamos Hipólita? Sí, la cebolla morada que empezó como cualquier cebolla y con el tiempo tomó la forma de una de esas cabezas reducidas por las tribus africanas. Cogí la cebolla entre mis manos y no contenta con la decisión de lanzarla a la basura – antes de hacerlo- le arranqué esos tentáculos que con los meses de vivir en la nevera le salieron; le crecieron tan profusamente que nos hacían reír cada vez que al abrir la puerta descubríamos allí a aquella cebolla, tímida y sola, a la espera de ser consumida en alguna salsa. Yo simplemente arrojé tu cebolla a la basura.

Te escribo porque temo que veas en esta acción alguna insinuación o alguna forma de cuestionar tu especial forma de ser. He sacado mis cosas de tu cuarto y no sé cómo, pero pese a la profunda limpieza no logré encontrar la ropa interior con la que estuvimos jugando la otra noche. Espero cuando leas esta carta logres comprender. En un esfuerzo vano por reconstruirlo todo, he dejado sobre el mesón de la cocina los platos sucios del desayuno de hoy. Ahora imagino tu cara y casi puedo creer que preferirías leer que todo esto es culpa de los conejitos que suelen salirme de la boca.


Photo Credits: mitch huang

Hey you,
¿nos brindas un café?