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Zapatos standard

En la base del Standard Hotel, High Line o la nueva sede del Whitney Museum, en un Domingo de primavera y sol en New York, todas se elevan a 10 centímetros del suelo como si fuera requisito para disfrutar del brunch en los bares y restaurantes de la zona. Mujeres de todos los colores y espesores, estatura y cabellos variados, escotes y minifaldas o en su defecto, pantalones ajustados obligados, surgen de todas las esquinas como por arte de magia. La atmósfera es de fiesta, desenfado, disfrute. Pero la que no va en tacones, no se ve, no existe, no juega.

No hay nada que compita con unos tacones altos. Son tan eficientes que afectan la percepción que tenemos de la persona que los lleva, hasta el extremo de fetichismos de imaginería retorcida. A todas nos sucede el momento en que descubrimos su poder: yo había pasado el día con un sencillo vestido de flores azules y unas sandalias a ras de suelo, sin maquillaje y sin peinar. Al caer la tarde apenas tuve tiempo de cambiarme las sandalias por unas zapatillas de tacón antes de acudir a una fiesta de cumpleaños… cuando me salpicaron con los más encendidos piropos al paso, descubrí que era gracias a los tacones que atraía todas las miradas. Pues yo era la misma, con el mismo vestido, el mismo despeinado y sin maquillaje. Después de la noche de baile y vino, había aprendido también que los tacones te pueden llevar por el callejón de la amargura. Sólo fueron un par de ampollas, pero podría hablar de sudores y esguinces, incluso de la sangre que brotaba de las zapatillas de las hermanastras de Cenicienta que estuvieron dispuestas a cortarse los dedos con tal de entrar en la talla que el príncipe buscaba.

Desde antes de tiempos de Cenicienta, los zapatos aún en las civilizaciones más antiguas, no sólo se utilizaban para proteger los pies sino que expresaban claramente las diferencias entre las personas. En Egipto, sólo el faraón y los dignatarios podían llevar calzado. En Grecia, sólo los hombres libres. En Roma los esclavos andaban descalzos y los criminales llevaban pesados zapatos de madera. El zapato era símbolo de estatus y hasta amuleto para la buena suerte. De la China de zapatillas de pies atrofiados, ni hablemos.
A partir de la Edad Media el zapato empieza a servir para realzar las virtudes o para tapar los defectos de la persona que los calza. Los personajes públicos y de poder son los que marcan así la moda: Carlos VIII usaba zapatos de punta cuadrada para cubrir sus pies de seis dedos. Y a Luis XIV, muy corto de estatura, le debemos el invento del zapato de tacón.
En el siglo XVIII, tiempos de la Revolución Francesa, el tacón cede su paso al zapato plano, a los escarpines estrechos y a las sandalias de tiras enlazadas, reminiscencia de la Roma antigua, pues se prefiere el zapato cómodo en tiempos de libertades. 

Con el desarrollo industrial aparecen nuevas formas de fabricar calzado y por consiguiente, nuevos modelos. Los zapatos empezaron a hacerse en serie, de suerte que encargar un par de zapatos a un artesano era un signo de distinción social. A finales de los años 30 tiempos de botín y polaina, aparece el emblemático y sempiterno calzado Oxford que aún manda entre los varones. Cuando la mujer empieza a salir mas a la calle, a acceder a los puestos de trabajo por sustituir al hombre que se marcha a la guerra, empieza su historia con el zapato. Porque el zapato cuando se esgrime en público, es cuando significa.
Al principio se impuso el zapato práctico, bajo, algo andrógino. Pero en la modernidad de los años 50, contrario al confort de la casa en el suburbio, de jardín y pastor alemán, el zapato de la esposa de senos puntiagudos siempre sonriente, dueña y señora de flamantes aspiradora, tostadora, televisor y batidora, tomó otro rumbo: apareció el tacón de aguja o stiletto. Mas alto que nunca, mas delgado también, mas difícil. Curioso que con el confort se nos empezó a poner difícil el caminar a nosotras. Como si todo hubiera estado pensado para que nos quedáramos tranquilitas sin salir la casa.

Audrey Hepburn se puso unas bailarinas en “Sabrina”, y así surgió esa alternativa mas cómoda para las que se aventuraban con los pantalones Capri. Pero los zapatos altos, desde entonces y para siempre, son sinónimo de mujer bella y deseable. ¿Y cómo no? Si ella está dispuesta a sufrir para atraer la mirada de él al caminar, pues será que está dispuesta a otros tantos sufrimientos.

Según un estudio de la Universidad de Kansas, realizado por un equipo de psicólogos liderados por el doctor Omri Gillath, y publicado en el Journal of Research in Personality, es mucho lo que los zapatos que llevas puestos, revelan de tu personalidad. Hasta un 90% de lo que eres lo muestras según lo que calzas.

“La gente tiende a prestar mucha atención a sus zapatos y a los zapatos de los demás. Como hay gran variedad de estilos, marcas y funciones, los zapatos pueden contener información de las diferencias individuales.”

63 estudiantes analizaron imágenes de los zapatos de 208 personas. Se les solicitó que indicaran la edad, el sexo, la clase social y distintas características de la personalidad de los dueños desconocidos, de cada par de zapatos. Las coincidencias con la información que los dueños de los zapatos habían suministrado en sus fichas con datos personales, alcanzaron porcentajes muy altos.

Se llegó a ciertas conclusiones obvias: los zapatos más costosos pertenecen a quienes ganan salarios más altos; los que brillan, a personas muy prolijas; los llamativos, a aquellas que adoran ser el centro de atención. Y también a algunos resultados sorprendentes: las personalidades agresivas se inclinan por utilizar botines; las personas agradables prefieren el calzado cómodo y funcional; y quienes se caracterizan por su tranquilidad, se destacan por llevar zapatos ultra chic y bonitos… ¡pero incómodos!

Seis horas después del brunch de ese domingo cualquiera de buen clima, cuando todas las mujeres empiezan a salir de los bares y restaurantes al pie del Standard, aun encaramadas en sus tacones altísimos también standard, y con mucho alcohol en la cabeza, sucede un espectáculo espeluznante: son muchas las que tratan de mantener con dificultad el equilibrio, agarrándose de los postes y materos, abrazándose entre amigas, atravesándose en medio de la calle, brazos abiertos por detener a los taxis que huyen despavoridos de la responsabilidad de cargar con una mujer a todas luces afectada por la ingesta etílica. Entre risas y miradas perdidas, caminan de un lado a otro, ¿disfrutando o sufriendo… sintiéndose bellas o feas…? ¿Ya no buscaban marido o sólo querían llevarse a alguien a la cama…? ¿De dónde sacamos esas ganas de encumbrarnos, de ascender a riesgo de fractura? ¿Y la noción y ejercicio de la elegancia que supone elevarse a diez centímetros del suelo pertenece a nuestra naturaleza… o es invento de los hombres? ¿Es complacencia a toda costa… o de verdad nos sentimos mas cuando andamos entaconadas?

Muchas estuvieron a punto de caer tratando de atravesar de una acera a otra, el río de adoquines irregulares, como si fuera en plena Edad Media, las pobres mujeres después de tanto nadar, para llegar a la misma orilla, enternecedoramente sometidas, maltratadas, expuestas, a la mirada y la burla de los hombres que las veían a la distancia.

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