Mi primer contacto fue con una tapa dorada y triste de Relato de un Náufrago. El profesor de sexto grado, el mismo que en nuestro primer día de clases nos habló de Mohammed Gandhi nos dejó claro que ese año leeríamos dos libros fundamentales: La Constitución de Venezuela y aquel libro de García Márquez. Baste decir que el tiempo le daría un talante mucho más mágico a una de estas obras sobre la otra.
Ese fue mi primer asomo a un libro, a la figura de un compendio que me tocaría abordar. De esa primera lectura nada recuerdo sino la horrible impresión de lo que sería tener sed y estar rodeado de agua. Con el tiempo supe que esas sensaciones profundas, a veces inexplicables que despiertan algunos libros, era el verdadero ámbito de su trascendencia.
En segundo año de bachillerato nos tocó emprender la experiencia de “Cien años de soledad”. Como un timbre, se anunciaba el momento en que se procedía no a comprar ni perseguir, sino simplemente “tomar” el “Cien años de soledad” que alguien en la casa o algún amigo de la casa tenía. “Cien años…” era un objeto, como esas biblias hinchadas y abiertas en un atril en el pórtico de muchas casas. Revisé en el estudio de mi papá, en vano. La novia de un primo tenía uno y me prestó “el de su tía”. Así empecé.
Había adoptado la costumbre de levantarme tempranísimo el día de los exámenes para seguir estudiando, por lo que el delirante imaginario que recorría el libro se mezcló aquella madrugada con mi sueño y no pude sino quedarme dormido con el pantalón azul marino del uniforme puesto. Me desperté poco antes de que llegara el transporte que me llevaba al colegio. Recuerdo el frío seco en el patio cuando llevándome las manos a los bolsillos le pregunté a una compañera de clase: ¿cómo termina el libro?
Aquel día presenté mi examen y al llegar a mi casa no volví a tocarlo. A las dos semanas se lo di a la novia de mi primo para que le devolviera la “Soledad” a su tía.
Dos años después, saliendo a pleno mediodía de clase, me arrojé inmediatamente en el aire acondicionado del carro de mi padre. Sin internet y sin Youtube no había muchas oportunidades de que pasara lo que en instantes pasó. En mi asiento había un disco doble. Mi papá recién acaba de abrir el primer disco y justo en su Track 01, en vez de empezar la música instrumental o la sinfónica, aparecía una voz rara y (ahora mismo en mi memoria) aguda, diciendo “Pablito” en vez de “Pablo”. La voz cálida cubrió la atmósfera interna del carro mientras afuera ardía el mediodía de Maracay. Yendo en el carro, sentí propia de esas calles que se consumían de calor a aquella voz. Era García Márquez. Gabriel García Márquez hablando de Pablo Milanés.
Cautivado por escucharlo usar esos diminutivos y descubrir que las galletas pequeñas podían ser “galletitas” y que el “tirando” que resumía los encuentros sexuales de la ciudad podía ser el “tirando” de dos amantes furtivos en algún rincón de un libro, entré de lleno en el manto hipnótico de su lectura. Creo que la fascinación que despiertan en mí sus textos no se reduce a la fantasía sino a una (por sensata) complejísima descripción de la realidad cotidiana de nuestros países de Latinoamérica donde en una misma casa se puede tener a una abuela católica que practica santería, cría a los hijos de su esposo por fuera de un matrimonio, es viuda a su vez de un comunista y a pesar de tener fuertes convicciones religiosas no abre un paraguas dentro de la casa o cruza por debajo una escalera.
Es por esto que estoy convencido de que al leer a García Márquez no leo, sino que escucho, me siento descrito. La suya es para mí, una voz que narra lo que me ha pasado y me está pasando. Casi lo espero llegar por la puerta en medio del vaho y el sudor.
Pienso que el enorme sentimiento que ha despertado su muerte no radica tanto en que la gente (mucha que apenas lo ha leído) no esperaba precisamente más libros, cuentos o discursos ingeniosos. Quería que él los siguiera narrando, les siguiera contando a ellos mismos cómo son sus vidas entre nuestros países de ceniza, polvo y sol. Querían, como yo, sentir su voz hablando mientras afuera, inmediatamente enfrente ocurre la civilización disparatada y mestiza que somos. Su voz brotando de algo tan único como el sopor de la podredumbre de nuestras frutas en los patios del olor de la guayaba.