Como profesor universitario he dedicado parte de mi vida académica a conversar con los estudiantes. Lo he hecho desde una perspectiva heurística, procurando entender su cosmovisión. Digo esto para que se entienda que haré afirmaciones sin duda controversiales, pero que estarán sostenidas por una larga y aplomada reflexión, confrontada con la lectura de algunos filósofos contemporáneos. Por consiguiente, en palabras de Platón, me he preocupado por ubicar mi proceso reflexivo más cerca de la episteme (saber filosófico) que de la doxa (opinión), en aras de garantizarme cierto mínimo de pertinencia y coherencia.
En estas conversaciones con mis alumnos se ha repetido como un leitmotiv dos palabras y un reclamo: soledad/abandono, y que nuestra generación les ha dejado en herencia un mundo disfuncional. Al principio creí que solo se trataba del clásico reproche generacional, pero luego decidí darles el beneficio de la duda y preguntarme: ¿suponiendo que tuvieran razón, por qué la tendrían? La respuesta ha quebrado algunos de mis paradigmas.
El mundo es una construcción adulta en la que los jóvenes tienen escasa participación. Consejos de gobierno, sociedades científicas, gremios empresariales, cátedras y élites políticas, solo por citar algunos pocos, son ejemplos axiomáticos de espacios desde los cuales se dibujan proyectos de humanidad pensados para las generaciones futuras, pero que no las involucran de manera significativa ni les consultan si determinado diseño de futuro es el que desean.
Todo ello es tanto más grave cuanto que estamos viviendo una crisis de época (y no una época de crisis). Transitamos de un orden de cosas que se va extinguiendo a otro que comienza a surgir. Podemos dar cuenta exacta sobre qué va muriendo, pero con mucha torpeza apenas intuimos lo que está naciendo. Si deseamos tener una idea clara respecto de lo emergente, hay que ir al encuentro de los jóvenes. Ellos son los moradores del cambio y por consiguiente escuchan mejor que nosotros los latidos del futuro. La cosmovisión de los chicos de hoy les otorga esta prerrogativa de poder avanzar en medio de la niebla escuchando los sonidos de la comarca, que nos parecerían extraños e indiferenciados a los mayores.
Más que acompañarlos en su viaje, nos corresponde dejarnos acompañar por ellos, lo cual requiere de grandes dosis de mutua confianza. Por una parte, debemos creer que son capaces de forjar un mundo mejor que el que podríamos edificarles. A fin de cuentas, son los jóvenes quienes vivirán el mañana, por tanto deberían poder decidir cuál es el que quieren para sí. Nos guste o no, el tiempo de construir el nuestro ya pasó. Por otra parte, deben confiar en que nuestra experiencia y conocimiento estarán disponibles cuando lo necesiten. La tarea del adulto ha de ser la de hacerse uno con ellos y apoyar su proyecto de futuro en lugar de usurparlo.
Con frecuencia se escuchan reclamos acerca de la escasa participación juvenil en determinadas actividades, incluso en países con una demografía joven. Quizás sea interesante revisar la actitud con que los mayores nos expresamos sobre los jóvenes para entender el origen de esta situación. Lo cierto es que cuando asumen el protagonismo de algo lo hacen bien y consiguen sorprendernos. Su generosidad puede rallar en el límite de dar la vida por una causa, y a menudo se entregan con pasión a una acción que ha logrado cautivar su entusiasmo. Yo soy un convencido de que la llave del futuro, en manos de la nueva generación, es una apuesta segura.
La crisis de época que vivimos es tan grave que las categorías conceptuales de Occidente se están desmoronando: la democracia, la familia, la justicia, los valores cristianos fundacionales. Ante semejante desplome, llevamos casi medio siglo hablando de la caída, radiografiándola, intelectualizándola, trabajando en un discurso de la catástrofe. Mi generación es experta en apocalipsis, pero neófita en génesis. La cercanía con los jóvenes me ha hecho percatarme de que a ellos no les interesa mucho este sermón calamitoso porque andan ocupados soñando el porvenir. Del pasado solo les preocupa suprimir las causas de la hecatombe. Lo demás es ingeniería del futuro.
Por último, los jóvenes poseen un rasgo que los adultos con relativa frecuencia perdemos: la lozanía del perdón. Superando sus diferencias y altercados, aúnan esfuerzos en aras de seguir edificando el mañana. No solo tienen gran capacidad para perdonar, sino que su indulgencia a menudo no es mojigata ni boba: perdonan con inteligencia y sin concesiones peligrosas. La clemencia juvenil está llena de amor auténtico y sincero, por ello se alinea en la perspectiva del bien común y tiene como máxima la de no hacer daño a muchos pactando el beneficio de pocos. Valdría decir que el porvenir es el indulto más silencioso de las nuevas generaciones.