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esteban ierardo

WITTGENSTEIN, LA ÉTICA Y LO QUE NO PUEDE SER DICHO

Al caminar frente al Río de la Plata, nos reencontramos con el curso de agua dulce más ancho del planeta. Es el atardecer. Unas gaviotas se mecen entre ráfagas de viento, mientras el sol, lento, se hunde en la distancia. Detrás está la ciudad y delante el horizonte, lo lejano. Una lejanía inexpresable. Y esa última palabra me lleva al recuerdo de un filósofo para el que la ética también es lo inexpresable, lo indecible, lo que no puede ser dicho. Recuerdo entonces a Wittgenstein.  

Podríamos imaginar primero a un escultor que lleva en una carreta la piedra que extrajo de una cantera, para luego convertirla en estatuas. Con su carro pasa frente al mar. Se detiene ante las olas, el agua, la espuma, el horizonte, la lejanía. Recuerda que una vez le preguntó al cura de su pueblo qué es el bien. Lo que Dios quiere y dispone. No le conformó la respuesta. Entonces, advierte que en el camino se aproxima alguien, alguien que conoce, un filósofo al que quizás podría preguntarle: ¿Qué es el bien?  ¿Qué es la ética?   

Ese filósofo podría ser Ludwig Wittgenstein (18891951), el que antes mencionamos, un pensador austriaco, nacido en Viena, cuya persona para muchos, constituye un imán y un enigma. De una familia de origen judío convertida al protestantismo, Ludwig era hijo de Karl Wittgenstein, importante industrial del Imperio Austrohúngaro, que monopolizó la industria del hierro y el acero, uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo. Wittgenstein creció en un ambiente de fuertes estímulos hacia el arte y la intelectualidad (1). Y luego de la muerte de su padre, renunció a su parte de la cuantiosa herencia, e imploró a sus hermanos que no hicieran nada para torcer su decisión.  

Primero cursó estudios de ingeniería en Berlín y Manchester. En Inglaterra comenzó su interés por la filosofía de las matemáticas y se convirtió en alumno de Bertrand Russell. En la Primera guerra mundial fue voluntario en enfermería, llevando heridos desde el campo de batalla hacia el hospital. Luego continuó sus estudios de filosofía, lógica, matemáticas.   

Y en 1921 publicó su célebre Tractatus Logico-Philosophicus, de escritura aforística, obra breve, pero intensa, en la que se entrega a la lógica, la filosofía del lenguaje, al intento de fundamentar el conocimiento científico del lenguaje descriptivo, natural, pero donde también se abre a lo indecible, a lo que escapa a las fronteras del lenguaje. La obra, teñida por el esfuerzo de diferenciar la esfera de la ciencia natural de la moralidad, en definitiva, culmina con un aforismo que aún motiva interpretaciones: “De aquello que no se puede hablar mejor es callar”.  

Por algunos años abandonó sus estudios y fue maestro, enseñó matemática, fue jardinero, incursionó en la arquitectura y diseñó una casa para su hermana (2). Regresó después a la filosofía de la mano de Russell, con quien tuvo importantes desacuerdos; y se instaló en el prestigioso Trinity College de Cambridge; fue profesor, elaboró su segunda gran obra, de publicación póstuma, las Investigaciones filosóficas (1953). En el Tractatus es medular el interés por el positivismo lógico, corriente filosófica de la ciencia que restringe la validez del conocimiento a lo empírico y verificable, y relacionada con la filosofía analítica, desarrollada a principios del siglo XX, principalmente en el mundo anglosajón, a partir de su propia obra, y las de Bertrand Russell, George Edward Moore, Gottlob Frege, y de varios miembros del Circulo de Viena. Pero en la obra final de Wittgenstein, hay un giro hacia lo pragmático del lenguaje, a través de su uso, los acuerdos y convenciones entre los hablantes que permiten los famosos “juegos del lenguaje” (3).   

Murió de cáncer de próstata luego de negarse a recibir tratamiento médico. A la persona que lo acompañaba en su convalecencia final, la esposa de su doctor,  le pidió que transmitiera sus últimas palabras: “He tenido una vida maravillosa”.   

Y luego de escribir el Tractatus, Wittgenstein buceó en un río de esfuerzos para no ser mal comprendido. Lo que buscaba no era principalmente convalidar el conocimiento científico, como muchos creyeron, sino pensar en la ética y su relación con la estética, la poesía, y lo que no puede ser dicho (4).     

En sus cartas Wittgenstein aclaró que el Tractatus es una obra “al mismo tiempo estrictamente filosófica y literaria” (5), y en otra misiva famosa aclaró:   

“El punto central del libro es ético. … Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él más todo lo que no he escrito. Y esa segunda parte precisamente es lo importante” (6).  

Lo “no escrito” apunta al interés por despejar el lugar de los valores, de lo ético. Los valores, la dimensión de lo que llamamos “lo bueno” es en parte una convención, un acuerdo para llamar bueno a tal cosa y no a otra; o se puede hablar de lo bueno como aquello que es bueno para hacer algo (un buen horno para hacer pan). Pero la razón filosófica quiere dar un fundamento intelectual al bien, explicarlo, definirlo. Y Schopenhauer ya advirtió:   

“Predicar moralidades es difícil, su justificación intelectual es imposible”.   

La ciencia acude al lenguaje natural, y a su propia estructura o modelización lógica, para referirse a los hechos verificables, comprobables. Pero los valores no pueden ser descriptos como si fueran hechos; no son expresables por una proposición de conocimiento, o cuando se intenta hacerlo, se incurre en proposiciones “sinsentido” (7). El bien es algo que se intuye y practica, que se convierte en acción, no en descripción del lenguaje. Es inexpresable, indefinible, es lo que no se puede decir, y está más cerca de la poesía o la estética.   

Por eso la ética desborda los límites del lenguaje, tal como Wittgenstein lo confirma en su famosa Conferencia sobre la ética (8): y por eso, Allan Janik y Stephen Toulmin, en su magnífico análisis sobre la obra del filósofo vienés, afirman:  

“…en última instancia el toque fundamental de toda esta crítica (la de Wittgenstein) era subrayar el punto ético de que todas las cuestiones relativas a los valores están  fuera del alcance de tal lenguaje factual o descriptivo ordinario” (9).  

Wittgenstein fue modelado intelectualmente en la Viena de entreguerras. En el clima intelectual del descompuesto imperio Austrohúngaro, maduró una intensa conciencia crítica de las contradicciones del proyecto moderno, ilustrado, que surgió en el siglo XVIII. La modernidad triunfante, en tiempos de Voltaire, Kant y la Revolución Francesa, prometió una racionalidad del progreso, la igualdad, la ciencia, la resolución racional de los conflictos. La primera guerra mundial arrasó con todas esas expectativas.   

En el hueco de la angustia de la Viena burguesa, artística, culta, surgió una filosofía del lenguaje a través de Fritz Mauthner; y también la irónica crítica de la decadencia del gran escritor, periodista y dramaturgo Karl Kraus; la influencia de La carta de Lord Chandos de Hugo von Hoffmantal, que afirma que ni siquiera la poesía expresa la realidad; el interés por Kierkeggard, Nietzsche, Schopenhauer; la conciencia de los límites de la razón, del carácter parcial de la ciencia que desatiende la dimensión espiritual; y los legítimos derechos de la fantasía y el arte para explorar lo que escapa a la expresión de las palabras.  

En todo este fecundo ambiente de profundidad intelectual se nutrió inicialmente Wittgenstein, que incorporó el espíritu crítico de Kraus y su expresión aforística, recibió la influencia de Kant y tuvo una gran admiración por Tolstoi.  

Ya Kant había diferenciado entre lo que se puede conocer y lo que no. Lo que podemos conocer depende de nuestra “subjetivad trascendental”, de estructuras que posee la mente para ordenar los objetos; conocemos según cómo construimos, “elaboramos” las cosas (“el horizonte de la experiencia de los objetos”); por ejemplo, conocemos desde “nuestro” espacio tridimensional, que no coincide necesariamente con el espacio real que existe fuera de nosotros, que bien podría tener diez dimensiones. No podemos conocer las “cosas en sí mismas” (lo que Kant llamaba el noúmeno).   

Wittgenstein reemplazó la subjetividad kantiana por el lenguaje. Y de ahí que afirma famosamente que los límites del mundo son los límites de nuestro lenguaje: no podemos conocer más allá de lo decible.   

Pero, como antes observamos, para Wittgenstein la ética arremete contra los límites del lenguaje, está más allá. Y esta posición en parte le fue sugerida por la influencia de Tolstoi. Cuando era voluntario en la primera guerra mundial siempre llevaba en su morral el Evangelio abreviado del autor de La guerra y la paz; por eso sus compañeros del ejército lo llamaban “el hombre con los evangelios”. Uno de los personajes del gran escritor ruso, Konstantin Levin, en  Anna Karenina, suscribe que la ética es un “saber que no puede ser explicado”, que está más allá de la causalidad, de la explicación racional de algo como causa de un cierto efecto:   

“Si la bondad tuviese una causa ya no sería bondad: si tuviese una consecuencia una recompensa ya no sería bondad. Por consiguiente, la bondad está más allá de la cadena de causa y efecto…”  

Si la bondad tuviese una causa explicable sería producto de un principio intelectual, de una fundamentación racional; y si con la acción moral se busca un efecto, ser premiado, recompensado, obtener algo a cambio, el bien se perdería en un cálculo de beneficios.   

Wittgenstein vio con lucidez que la especulación filosófica no puede determinar qué es la ética, o Dios, o el significado de la vida. A estas esferas de lo divino, lo ético, el sentido existencial, solo es posible acercarse desde la “comunicación indirecta” de las fábulas, la literatura, el arte, algo que ya había entendido Tolstoi y también Kierkegaard.  

Por eso “según esta interpretación, el Tractatus se convierte en la expresión de cierto tipo de misticismo del lenguaje que asigna al arte una importancia medular para la vida humana, sobre la base de que solo el arte puede expresar la verdad moral, y solo el arista enseña las cosas que más importan en la vida” (10).  

Y este “cierto tipo de misticismo del lenguaje”, en Wittgenstein, convive con el estudio de lenguaje en sus estructuras lógicas propias. Pero la “verdad moral” no es ya ninguna verdad lógica, proposicional, que la filosofía, con cierta presunción, tendría que establecer, sino que la ética se dirime en el obrar, en el actuar, “en hacer el bien”; no en la especulación o en los dogmas definitorios. Y el ‘hacer el bien” es más claro para la intuición que para el razonamiento.  

Por eso el interés de Wittgenstein por una “medicina” o “curación” de la filosofía, en definitiva por la filosofía misma, de modo que se admitan los límites para el conocimiento científico y filosófico, como por ejemplo la imposibilidad de una ética filosófica de dar cuenta de los valores por el solo expediente de una fundamentación racional. 

Quizá por eso Wittgenstein comprendió que, en el cómo se vive, está la dimensión posible y real de lo ético; quizá por eso a todos las alumnos sobre los que tenía especial confianza los alentaba a abandonar los estudios de filosofía académica profesional, y a dedicarse a la Física, algo más serio, o al obrar, al actuar. En una oportunidad, vio a la viuda de George Edward Moore. Moore, ya mencionado antes, era otro de los grandes filósofos de Cambridge, en cuya obra principal, Principia Ethica (1903), sostenía, en coincidencia con Wittgenstein, que las afirmaciones morales no se derivan de declaraciones de hechos, y que proceden de un intuicionismo ético. La viuda de Moore estaba, montada en una bicicleta para ir a trabajar en una fábrica. Esto alegró mucho a Wittgenstein, advertir que la viuda de tan gran filósofo se entregara a la vida práctica y no se perdiera en abstracciones; quizá por eso, él mismo, durante largos periodos de su vida, prefirió enseñar en una escuela o cultivar un jardín.   

Y quizá por eso, cuando Wittgenstein llega hasta donde el escultor de nuestra fábula del comienzo, a su pregunta de qué es el bien, qué es la ética, le contesta que es tiempo de dejar de preguntar por lo que no se puede decir; y le indica que en su carreta lo espera mucha piedra para esculpir. Es mejor que vuelva a su taller para seguir esculpiendo. 


Citas:  

(1) En ese ambiente muy intelectual y artístico, el hermano mayor de Ludwig, Paul Wittgenstein, se inició como un pianista concertista que alcanzó fama mundial. En la Primera Guerra mundial, perdió el brazo derecho, y Maurice Ravel compuso para él, el Concierto para piano para la mano izquierda. El gran escritor Thomas Bernhard se inspira en él en El sobrino de Wittgenstein, y en el propio Wittgenstein, el filósofo, en su otra novela Corrección  

(2)  Ludwig Wittgenstein construyó la casa para su hermana, Margarethe Stonborough-Wittgenstein (quien es retratada en un famoso cuadro de Gustav Klimt), entre los años 1926 y 1928. Se encuentra en la calle Kundmanngasse, en Viena. Después de pasar por muchas peripecias, se pensó en demolerla, hoy es monumento protegido y allí se aloja el Instituto búlgaro de cultura.   

(3) Al advertir la imposibilidad de fundamentar las palabras (una palabra se fundamenta por otras que, a su vez, deben ser fundamentadas por otras, sin fin…), Wittgenstein prefirió concentrase en el lenguaje y su uso, el lenguaje y las acciones, la aplicación de reglas, que son convenidas por las participantes de un “juego de lenguaje”, y que luego son aprendidas, practicadas, usadas. Janik y Toulmin proponen que la segunda etapa de Wittgenstein es una continuación de la primera del Tractatus, y no un camino distinto u opuesto.  

(4). En el Tratactus escribe: “La ética y la estética son una misma y sola cosa”, aforismo 6.421  

(5) Allan Janik y Sthepen Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Taurus, p. 247. En este artículo narrativo seguimos en buena medida su interpretación de la ética de Wittgenstein, posición interpretativa que compartimos; y por eso nos concentramos más en la ética del autor del Tractatus que en su lógica, como en la obra de Janik y Toulmin.    

(6)  Ibid,  p. 243.  

(7) El lenguaje descriptivo que funda el saber científico se refiere a los hechos. Los enunciados que aluden a hechos verificables componen proposiciones “con sentido”. De forma contraria, las afirmaciones en torno a la fundamentación metafísica, de la ética, la teología al no ser verificables “son carentes de sentido”. Esto no afecta la relevancia de lo metafísico, sino solo alude a la imposibilidad de fundamentarlo en términos de conocimiento verificable.  

(8) Una versión castellana, por ejemplo: Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética. Con dos comentarios sobre la teoría del valor, Barcelona, Paidós, 1989. La conferencia fue dictada por Wittgenstein  ante la sociedad «The Heretics», en Cambridge, el 2 de enero de 1930.  

(9) A. Janik, S. Toulmin, op.cit., p.247.  

(10) Ibid., p. 249.  

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