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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - ViceVersa Magazine

Wehret den Anfängen! 

Comparada con la política de otras latitudes, y no sólo con la de los países del hemisferio occidental sino también con la de varias de sus naciones vecinas, la política alemana de las eras de la República de Bonn y de la de Berlín se caracteriza por ser bastante… aburrida. No me entiendan mal: para un freak de la política como yo, pocas cosas resultan más interesantes que los tejemanejes más o menos sutiles, pero frecuentemente muy decisivos y, en ese sentido, nada anodinos, de los diferentes partidos y movimientos en una democracia parlamentaria en la que se juegan los destinos de bastantes más personas que los 83 millones de alemanes que hay en la actualidad. Asimismo, estoy consciente de que ese carácter en apariencia más bien soporífero del hecho político en la Alemania contemporánea es, al mismo tiempo, condición de posibilidad y resultado deseable de la estabilidad del sistema de gestión de la cosa pública de ese país… además de un rasgo muy bienvenido tratándose de una nación que, en tiempos en los que su política no era nada aburrida, se encargó de que la del mundo entero tampoco lo fuera, aunque por la vía más negativa y trágica posible. Pero no deja de resultar gracioso y tan, tan alemán, el que una figura como Angela Merkel, en 2004, es decir antes de ser canciller y cuando era la líder de la oposición en el Bundestag, al preguntársele en una entrevista para el Bild Zeitung, el diario de mayor tiraje de toda Europa, sobre las emociones que sentía al pensar en Deutschland, haya contestado que, al pensar en Alemania, pensaba en… ventanas: “Ich denke an dichte Fenster. Kein anderes Land kann so dichte und so schöne Fenster bauen” (“Pienso en ventanas que cierran herméticamente. Ningún otro país produce ventanas tan herméticas y tan bonitas como las de Alemania”).

Esta anécdota (¡de la vida real!), todavía muy popular entre los entendidos de la política alemana, revela por un lado lo aburrido de ese ámbito en ese contexto nacional, así como que Merkel representa, sin duda alguna, la apoteosis del desarrollo estable y sostenido (y aburrido) de la política republicana alemana contemporánea, en la que hasta hitos como la reunificación y como la caída prematura de cancilleres se llevan a cabo con burocrática eficiencia y con orden ejemplar. Por otro lado, sin embargo, la anécdota revela algo más… algo turbio, muy turbio, detrás de la sosa fachada. Efectivamente, cuando a Merkel le preguntaban sobre lo que sentía al pensar en Alemania, lo que los periodistas querían era ver si se plegaba a la narrativa estándar post 68, según la cual toda mención de orgullo patrio con respecto a Deutschland conllevaba ya de por sí el tufillo del nacionalismo y de la creencia en la superioridad “aria”, o si más bien Merkel quebraba hacia la derecha y, para satisfacer a los votantes de la democracia cristiana (su partido) que añoraban los viejos, buenos tiempos en los que no era mal visto querer hacer a Germany great again, decía un par de palabras al menos en clave para resaltar la gloria eterna del Vaterland. Con ese centrismo brillante, o más bien opaco, que la caracteriza, Merkel prefiere, en esa entrevista, alabar ventanas. Todo el frágil equilibrio alemán republicano de la postguerra está latentemente presente, en esa entrevista.

Hace un poco más de una semana, en el momento en el que se publiquen estas líneas, ese equilibrio, que ya durante los últimos doce años (la sorprendentemente larga era de Merkel) se ha ido resquebrajando de forma progresiva y de a poquitos, se rompió definitivamente y la política alemana se ha hecho un poquito menos aburrida. En efecto, el pasado 23 de septiembre, y por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, un partido de extrema derecha, abiertamente xenófobo y nacionalista, no sólo logró superar el 5% de los votos en una elección parlamentaria general, accediendo así a tener una fracción en el Bundestag, sino que además, con el 13% de la votación total, sacó un resultado altísimo –para las constelaciones políticas alemanas, anyway– y se convirtió en el tercer partido más votado del país, dejando atrás a partidos clásicos como el de los liberales y menos clásicos, pero ya establecidos, como el de los verdes o el de la izquierda post-estalinista y tradicional… Puede parecer poca cosa, el 13%, sobre todo si uno está acostumbrado a sistemas presidenciales o, en su defecto, a sistemas parlamentarios notoriamente inestables y atomizados como los de Italia o Israel, por ejemplo, pero, en Alemania, la tercera fuerza política nacional está lejos de ser un loser y puede, más bien, dependiendo de coyunturas y de capacidades intrínsecas, convertirse en un referente insoslayable de toda iniciativa política del gobierno, así como en un futuro miembro de coalición gobernante. En otras palabras, el ingreso al Bundestag y, por lo tanto, a la palestra política nacional de la Alternativa para Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), el partido en cuestión, representa un claro y decisivo desplazamiento a la derecha del país que, mal que bien, pasaba por uno de los pocos países industrializados que había resistido el embate de la reacción proto-fascista de los últimos años y, muy especialmente, de 2016.

Por supuesto, el triunfo electoral de la AfD, si bien es preocupante y tendrá, con suma probabilidad, consecuencias graves para todo tipo de sujetos subalternos en Alemania y más allá, no es, ni mucho menos, el inicio de un período fascista, como tal… no se trata, ni de lejos, de la Machtübernahme de 1933 y ni siquiera de la de los U.S. of A. de 2016. La democracia alemana, un poco sorprendentemente si se considera el legado histórico del país, es bastante sólida y, al fin y al cabo, Merkel seguirá siendo la canciller de alguna manera, como siempre (su partido fue el más votado, muy pese a que perdió más de ocho puntos porcentuales con respecto a las elecciones anteriores). Vamos, que la AfD es muy minoritaria y, en definitiva, un 87% de la población votó por otros partidos. No obstante, conviene recordar que el NSDAP, es decir el partido de Adolf himself, también fue siempre minoritario… incluyendo en las elecciones que llevaron a que Hitler se convirtiera en canciller por vía perfectamente democrática y constitucional y sin pegar un solo tiro. Sin ánimo de ser alarmista (lo ocurrido el 23 de septiembre no es, ni remotamente, la farsa de esa tragedia), es mejor ir con cuidado, ya que el discurso político y cultural tiende, en ciertos momentos históricos, a cambiar y, de hecho, a degradarse de manera súbita, sin que los contemporáneos puedan del todo ver lo que, en retrospectiva, parece tan obvio. Y es obvio que la influencia de la AfD en la sociedad alemana ha sido ya enorme, de 2015 para acá (el partido mismo fue fundado hace menos de cinco años y su radicalización hacia la xenofobia, el racismo y el nacionalismo proto-fascista tuvo lugar recién en los últimos tres, en oposición a la cauta política pro-refugiados que mantuvo Merkel, efímeramente, a partir del verano de 2015), muy por encima de sus números en elecciones o del número de sus simpatizantes o militantes explícitos y directos.

Aunque podemos confiar, de forma optimista, en que la propia incapacidad de sus miembros evitará que se convierta en una fuerza formidable, ya que literalmente al día siguiente de las elecciones se produjo el primer cisma en el interior de la fracción parlamentaria de la AfD, es indudable que lo logrado hasta el momento por este nuevo partido de extrema derecha constituye un punto de quiebre en la historia alemana contemporánea: lamentable y, a decir verdad, escandalosamente, todos los otros partidos del Bundestag se orientan oficialmente en contra de la AfD pero, retóricamente y en los hechos, se orientan hacia sus posiciones nacionalistas e islamófobas. Más aún: se trata de un punto de quiebre para Europa en general y, por extensión, para el planeta entero, tan sujeto a sufrir las consecuencias de lo que sea que se hace en los países industrializados de mayor peso en el plano de la geopolítica, en vista de que –ironías de la historia– hasta hace poco se consideraba a Merkel, y con ella a Alemania, como el último bastión de la democracia liberal y, vaya, de la cordura en un universo de potencias mundiales dedicadas a quitarse las máscaras y a declararse abiertamente autoritarias y volcadas hacia el pasado… hacia lo peor del pasado, realmente, como para repetirlo en un ciclo infernal. ¡Y Merkel sigue de canciller! Pero, en la práctica, perdió las elecciones y, en cierta forma, perdió el poder. En los próximos meses y años se irá definiendo quién mismo lo ganó…

En alemán se suele decir “Wehret den Anfängen!” cuando se habla de desarrollos sociales y políticos incipientes que puedan llevar, de nuevo, a la pesadilla del nacionalismo rabioso y de la guerra, del genocidio, de la desintegración social… es una expresión ligeramente intraducible pero que, en definitiva, significa algo así como “¡Hay que cortarlo de raíz!” Las raíces hace rato se han estado fortaleciendo, en Alemania y elsewhere. ¡Lo importante es que no tengamos que llegar al heroico “No pasarán”!

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