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Web 2.0: educación, democracia y relaciones personales

En cada época se escuchan personas diciendo que se viven momentos únicos, que son momentos cruciales que definirán el futuro. Tienen razón: todos los momentos son únicos y definirán lo que viene después. Pero es demasiado obvio como para tener que decirlo constantemente, y hacerlo no aporta algo nuevo. Es entonces necesario defender por qué este momento parece tener algo de especial frente a, por ejemplo, los años 1950.

Hace unos 6.000 años la invención de la escritura cambió el rumbo de la humanidad. Las personas ya no tendrían más la necesidad de memorizar las cosas. Gracias a ella podemos registrar lo que sabemos, y el conocimiento y las ideas se pueden transmitir a futuras generaciones. Casi 5.500 años después, en 1450, otro invento volvió a revolucionar la forma de aprender: la imprenta. Ahora ya no solo no se tendría que memorizar, sino que el conocimiento y las ideas se podrían transmitir de forma masiva, traspasando fronteras temporales de forma más eficaz. La forma de aprender se mantuvo prácticamente igual desde entonces, hasta el inicio de la década pasada, cuando la revolución de la llamada Web 2.0 comenzó.

La Web 2.0 no es Internet en general. Las primeras formas de Internet desarrolladas durante los años 1970 y 1980 eran muy costosas, limitadas, y solo unas cuantas personas tenían acceso a ellas. El Internet del que cualquier individuo con una computadora podía gozar no apareció sino hasta la década de los 1990, y ahora se le conoce como Web 1.0. Sin embargo, el Internet perteneciente a esta época estaba lejos de ser lo que tenemos hoy. Los sitios de la Web 1.0 eran lentos y lo único que ofrecían a los usuarios era actividad pasiva. No permitían la interacción entre el usuario y el contenido de la página, y mucho menos entre distintos usuarios. El contenido era controlado por quienes manejaban los sitios y tener una página personal era prácticamente imposible: se necesitaba ser un experto para poder lidiar con el lenguaje de las computadoras.

La Web 2.0 surgió a la par del nuevo milenio. El Internet de esta generación es más rápido y barato, pero eso no es lo más importante. La Web 2.0 le da el poder a los usuarios. Ahora el que navega en Internet no solo consume contenido, sino que lo crea. El usuario de la Web 2.0 tiene espacios de comunicación a un clic de distancia, puede crear perfiles para hablar con sus amigos, para decir lo que siente, piensa, para mostrar lo que hace o lo que le gusta. Y puede también crear páginas o blogs en donde él decide qué es lo que se publica. Incluso en los sitios que no controla, el usuario puede comentar debajo y unirse a la discusión inmediatamente, interacciones que hace veinte años serían impensables. Este es el Internet sorprendente; es la Web 2.0 la que está revolucionando el mundo.

El aprendizaje es uno de los aspectos de la vida afectados directamente por la Web 2.0. Tener un dispositivo con acceso a Internet está cambiando la forma en que aprendemos. Jóvenes que toman apuntes en sus computadoras portátiles, preguntas que antes requerirían horas en una biblioteca para ser respondidas se resuelven en segundos, facilidad para contrastar puntos de vista, pero también demasiada información que requiere un criterio bien definido para discernir lo que vale de lo que no. Naturalmente, este cambio ha sido fervorosamente respaldado por unos, y atacado por otros. El rechazo en general al cambio, a la novedad, no es nuevo. Sócrates no escribió porque temía que la palabra escrita acabara con la memoria; en el siglo XVIII y XIX, de acuerdo con Margaret Cohen, citada en un artículo del New York Times, las novelas impresas eran consideradas peligrosas, especialmente para las mujeres, pues se creía que eran incapaces de diferenciar fantasía y realidad y que esas historias podían hacer que arruinaran sus vidas. Luego de que apareciera la televisión y su uso se volviera masivo, Giovanni Sartori publicó Homo Videns, una fuerte crítica al nuevo aparato mediático que de acuerdo con él acabaría por hacer que todo se quisiera absorber a través de imágenes. No más palabras; un peligro para el futuro del pensamiento humano.

Pero no todas las críticas son infundadas. Por ejemplo, el documental Digital Nation, lanzado en 2010 por la cadena PBS, muestra resultados de estudios llevados a cabo por psicólogos de la Universidad de Stanford, que muestran que los multitaskers (aquellos que hacen, o intentan hacer más de una cosa a la vez) son malos en todo lo que hacen. El documental también muestra el funcionamiento de campamentos de rehabilitación para adictos a los videojuegos en Corea del Sur, el primer país que considera el uso excesivo de esta forma de entretenimiento como un padecimiento cerebral y por ende un problema de salud pública.

Otro ejemplo es Mark Bauerlein, profesor de la universidad Emory en Atlanta y autor del libro The dumbest generation (La generación más tonta), que dice que Internet (la Web 2.0 como lo estamos entendiendo) no lleva a los usuarios jóvenes a tener más conocimiento ni a leer más sobre historia, ciencia o arte, sino que les da acceso a lo que ellos quieren, que es contacto con otros jóvenes de su edad. Basado en datos de The National Center for Educational Statistics, Bauerlein dice que el 55 % de los estudiantes de preparatoria estadounidenses pasan menos de una hora a la semana leyendo y/o estudiando para clase, pero pasan nueve horas a la semana en redes sociales. Bauerlein dice que los jóvenes cada vez están más alejados de lo que le pasa al mundo, en cambio se interesan por asuntos más pequeños que pertenecen a su realidad cotidiana: amigos, ropa, trabajo, fiestas, etc… Ante esto cabría preguntarse si antes fue diferente: ¿acaso los jóvenes de la corte francesa de Luis XIV sí se preocupaban por lo que sucedía en África? Además, el título de la “generación más tonta” resulta algo aventurado. Estadísticas como las recolectadas por Hans Rosling y presentadas en la BBC muestran que todas las naciones del mundo están mejor hoy que hace 200 años, y los frutos de los millennials todavía están por verse. Pero Bauerlein tiene un punto en otro aspecto: la información que se consulta en Internet no se consulta para ser almacenada por el usuario, sino para pasarla a otra cosa: un ensayo, mencionarla en la conversación, etc… Dado que la Web 2.0 se ha vuelto cuasi omnipresente en la vida de miles de jóvenes, ya no hay necesidad de almacenar la información, se puede consultar en cualquier momento.

La Web 2.0 también afecta la política. Hay dos posturas en los extremos del espectro que conviene considerar. La primera es la de quienes piensan que Internet no es una herramienta democratizadora que transforme las ideas en cambio. Esta postura está muy bien representada por Malcolm Gladwell, quien en un artículo muy comentado de The New Yorker afirma que los verdaderos cambios requieren de relaciones fuertes entre los miembros que tomarán acción y que el verdadero activismo requiere de personas valientes que estén dispuestas a tomar acciones concretas, cosas que según él no están presentes en las redes sociales. Gladwell dice que las redes sociales están basadas en relaciones muy débiles y que el activismo ahí pide muy poco a los usuarios: dar un clic que se traduzca en “me gusta”, en “retweet”, en una imagen compartida, a lo más en un comentario, es decir, dice Gladwell, el activismo de redes sociales “no triunfa en motivar a la gente a hacer un sacrificio real, sino en motivar a las personas a hacer aquello que harían cuando no están lo suficientemente motivadas como para hacer un sacrificio real”.

La otra es la de personas como Rasha A. Abdulla, profesor en el departamento de periodismo de la American University in Cairo, que examina las protestas que en 2011 llevaron a la dimisión del dictador Hosni Mubarak y el papel fundamental que las redes sociales jugaron en la organización del movimiento. Abdullah explica cómo Twitter se convirtió en una herramienta esencial para asegurar la seguridad de los líderes activistas, que publicaban constantemente el lugar donde se encontraban, y la importancia de los blogs para lograr la movilización del pueblo egipcio. Gladwell, concluye Abdullah, “se equivocó. Todas estas personas no se conocían personalmente, pero los ‘débiles’ lazos personales demostraron no ser una barrera para el activismo de alto riesgo”. Para los egipcios, el saberse unidos por una causa común pudo más que la desconfianza hacia quienes protestarían a su lado.

Probablemente una visión más completa es la de Clay Shirky, profesor de la Universidad de Nueva York, que habla de cómo se le puede ver al Internet lo mismo como una herramienta democratizadora (como en el caso de Filipinas, en 2002, o Egipto, en 2011) que como una herramienta más del gobierno para reprimir y espiar a los ciudadanos (como en China o, aunque Shirky no habla mucho de él, en Corea del Norte). Incluso cuando los protestantes se organizan a través de las redes sociales, su éxito no está garantizado, como lo demuestran los movimientos de Bielorrusia en 2006 y de Irán en 2009, donde las protestas contra el gobierno fueron fuertemente reprimidas y no tuvieron repercusiones importantes en el camino a la democracia. En cambio, dice Shirky, se debe ver al Internet como una herramienta de largo plazo que contribuirá al desarrollo de una democracia siempre que la esfera pública haya sido fortalecida previamente. De nada sirve darle acceso a Internet a una población que no está educada, y que por tanto no está acostumbrada a opinar e involucrarse en los asuntos públicos.

En tercer lugar hay un asunto tal vez más profundo, que tiene que ver con cómo la Web 2.0 afecta quiénes somos. Por ejemplo, Marc Stumpel, investigador de nuevos medios y profesor en la Universidad de Ciencias Aplicadas de Amsterdam, tomó el concepto del “sujeto interpasivo” de Slavoj Žižek y lo aplicó a las redes sociales. El concepto de Žižek habla de un sujeto que cree estar realizando una actividad cuando en realidad lo que hace no es más que ser a través de otro. El ejemplo de Žižek es el de una persona que deja el reproductor de casetes VHS prendido mientras hace otras cosas; se siente satisfecho porque el aparato está disfrutando las películas por él. Žižek dice que para el sujeto interpasivo ni siquiera es necesario reírse de algo chistoso que sucede en el video, pues la interpasividad implica que la risa se siente a través del actor. En las redes sociales, dice Stumpel, pasa lo mismo: Facebook está revisando todo el tiempo las publicaciones de nuestros amigos y como no podemos verlas todas, selecciona las mejores por nosotros; es decir, Facebook recibe lo que nuestros amigos dicen por nosotros. Incluso cuando se da clic en “me gusta” o “retweet”, el sujeto está siendo pasivo: no actúa, sino que a través de ese clic Facebook o Twitter se encargarán de hacer saber a otras personas que eso nos agrada.

Por último está Sherry Turkle, investigadora del MIT, que asegura que nos estamos acostumbrando a un estado que ella llama alone together (estar con muchas personas, pero a pesar de eso solos), en el que las personas quieren estar con otras pero al mismo tiempo conectadas a todos esos otros lugares en donde les gustaría estar, porque lo que nos importa, dice Turkle, es el control sobre aquello a lo que le prestamos atención. Preferimos estar conectados a tener una conversación porque nos permite editarnos a nosotros mismos, eliminar lo que no nos gusta y mostrar nuestra mejor cara. Basada en la teoría sociológica, Turkle dice que el peligro de alejarnos de las conversaciones con los demás está en perder la capacidad para conversar con nosotros mismos, es decir, para reflexionar.

Frente a tantas perspectivas distintas, regreso a Theodor Adorno, a su idea de que el problema no es la racionalización en nuestro tiempo, sino “el uso irracional que se hace de dicha racionalización”. Lo mismo con la Web 2.0, no es buena o mala per se; ni en la educación, ni en el proceso de democratización, ni para las relaciones humanas. Depende del uso que hagamos de ella los resultados que dará. 

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