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Walser y la poesía: silencio atrás del silencio

Cruzo como a través de un sueño turbio…
Todo parece doble o triplemente silencioso.

Robert Walser

Quizá pueda parecer una mala idea comenzar un ensayo con un epígrafe de Walser, el poeta de las huellas en la nieve, el poeta de los paseos y el silencio, el loco. Pero no lo es. Aquel hombre, que fue capaz de escribirle un discurso a un botón, aún hoy sigue incomodando a muchos: «Cuando los hombres empiezan  a contabilizar éxitos y reconocimiento se ponen casi gordos de autosatisfacción saturadora, y la fuerza de la vanidad los va inflando hasta convertirlos en un globo irreconocible». Aquel hombre es una de las voces más autorizadas del s. XX literario. Y no lo digo yo. Así lo reconoció quien lo consideraba un maestro: Kafka.

Cuando uno piensa la poesía desde la óptica de Walser la entiende de un modo distinto: «Se olían los árboles al caminar bajo ellos, se oía caer la fruta madura sobre los prados y senderos… Cruzo como a través de un sueño turbio… Todo parecía doble o triplemente silencioso». El silencio es una clave esencial para entender la poética de Walser, y desde allí plantearse la propia. Muy propicio, por cierto, en tiempos cuando la posmodernidad nos desdibuja con otros silencios. Walser, el de los Microgramas –aquellos 526 textos escritos a lápiz con microscópica caligrafía gótica– es un acróbata de la cotidianidad. Para el poeta suizo, había poesía detrás de cualquier realidad, por banal y rutinaria que pareciera. Detrás del silencio de la cotidianidad, Walser adivinaba lo inasible. Por ello no sería exagerado decir que la poesía de Walser es el contorno de un silencio.

Sus paseos, hábito perdido junto al de la conversación en nuestras augustas metrópolis, eran excursiones hacia ese silencio. Ahora bien, ¿hay modo de aprehender el silencio fuera del presente? La inmediatez era la clave para no perder un solo detalle. Walser gustaba de pasear y conversar con su amigo Carl Seelig. Lo hizo por dos decenios. Pero gustaba también de los paseos solitarios. Walser era silencio, silencio atrás del silencio, doblemente silencioso.

Aquí era a donde quería llegar. Hay una poesía afuera, esperando a ser mirada en silencio. Y hay otra poesía adentro del poeta, desde la cual mira. Hay una poesía adentro que espera por la de afuera. Sin la primera, la segunda es solo un artificio ruidoso. Es, precisamente, el silencio quien hace posible que entre la poesía de adentro y la de afuera exista el poema. Visto así, el poeta es silencio atrás del silencio, un silencio cuyo contorno son las palabras.

El poeta de los paseos nos legó una poética de la inmediatez. El dilema del paseante es el de abandonar el tiempo chronos para ingresar al kayros, el de quien deja el tiempo y mira a la eternidad: «El reloj señala el tiempo… / pero ¿y la eternidad? / ¿Qué marca la eternidad?», preguntaba Whitman. Walser halló la respuesta en sus paseos, en aquellos textos que nunca escribió en 23 años de silencio escritural, en aquel presente suspendido. Y también lo halló en su último poema, el que no escribió la mañana de la Navidad de 1956, cuando salió a pasear y cayó tendido de un infarto sobre la nieve.

Pero sí, Walser sí escribió su último poema, solo que 49 años antes de morir, a sus 29 años. Lo hizo en Los hermanos Tanner: un día Simón Tanner (proyección del mismo Walser) sale a caminar y encuentra al joven poeta Sebastián, muerto sobre la nieve: «¡Con qué nobleza ha elegido su tumba!  Yace en medio de espléndidos abetos verdes, cubiertos de nieve.  No quiero avisar a nadie.  La naturaleza se inclina a contemplar su muerto, las estrellas cantan dulcemente en torno a su cabeza y las aves nocturnas graznan: es la mejor música para cualquiera que ya no tiene oído ni sensaciones… Yacer y congelarse bajo las ramas de abeto sobre la nieve: ¡qué espléndido reposo!  Es lo mejor que pudiste hacer».

¿Sorprendente? Sí, la poesía, en particular, y la literatura, por extensión, es, como diría Kakfa, «una excursión hacia la verdad».

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