La muerte tiene en Vuelve el peso específico de la descomposición al enmarcar los estadios del duelo del protagonista, en un entorno natural santificado por el sacrificio de los monjes y la madre. Así, la incredulidad se acoge a los encuadres de hojas marchitas y la tristeza a las panorámicas de estructuras derruidas o abandonadas. El sentimiento de culpa se refleja en los juegos de plano-contraplano del chico hendiendo en la tierra con una pala y en las frutas caídas que recoge con ella y va tirando en una carretilla, mientras la voz en off de la madre muerta le cuenta la historia del monasterio. “No hace mucho tiempo los monjes vivían aquí, Gabriel. Vivían muy felices, cultivaban el huerto y agradecían la bondad de Dios”, resume, con una inflexión monotónica y deslastrada de toda pasión, como constante en el desarrollo argumental, acentuando, consecuentemente, su censura a las acciones del marido y empujando imperceptiblemente al hijo hacia los estadios más destructivos del dolor.
El de la rabia, se materializa en el primer crimen de Gabriel: un pájaro que lleva al río, guiado por la voz de la madre, y que Débora, una amiga psicóloga del padre, le hará tirar. Ella hipnotizará seguidamente al muchacho para desentrañar los problemas de su psiquis y descubrirá que se está haciendo daño a sí mismo, siguiendo la necesidad de autoagresión surgida del sentimiento de culpa. Si bien en el niño ello no se hará de manera consciente, sino desde el estadio de duermevela donde se ha sumergido desde la muerte de la madre, y que no es sino una consecuencia de su manera retraída, producto de un ambiente hostil dada la inestabilidad de sus progenitores.
De hecho, a lo largo de la película Gabriel prácticamente no habla, solo se comunica en monosílabos y con la intensidad de la mirada; pero la tormenta interior es el mejor lenguaje pues envuelve todo lo que toca y acaba por arrastrarlo todo, incluyéndolo a él mismo. Ello revivifica los arquetipos originarios, que el guion privilegia homeostáticamente cuando devuelve al orden natural el caos circundante, en la escena final donde todos ellos convergen, al haberse cumplido el último estadio del duelo.
El penúltimo de estos estadios, comprende la exigencia del chico de encontrar a un culpable que purgue por los pecados cometidos contra la madre. Gregorio y su amante serán los condenados, sin juicio previo por supuesto, pues lo vacilante del muchacho no permite racionalizar hechos y circunstancias; más bien lidiar con sentimientos encontrados de afecto y odio que se devuelven a él y terminarán también por aniquilarlo. Y es desde esa perversa autodestrucción, remedo de la de la madre, que Gabriel empieza su macabra labor, dándole de beber al padre la sangre del perro que ha matado, mezclada con el vino de la comida.
En la siguiente escena, el muchacho corre hasta la capilla donde se frota la herida que se ha infringido en el costado, remedo de la del Cristo crucificado. La aparición de un monje, quien le levanta la camiseta para constatar el daño y le habla de las dificultades de la madre, altera aún más su psiquis llevándolo al último estadio del dolor introducido por el cineasta: la venganza. “Ella necesita que la ayudes, que está perdiendo mucha sangre”, le advierte el monje, reforzando el desbalance de los sentimientos y provocando el estallido interno que trastocará los arquetipos; inútiles para contener la autodestrucción de Gabriel cuando se develen los últimos secretos: la identidad de su verdadera madre y el hijo abortado de Sofía, llevándolo al primer intento de suicidio que quedará, este también, abortado por la intervención del padre y la amante.
El agua, la luz, la sangre, y la infancia bachelardiana cual fuego purificador de lo carcomido por los errores de los otros, acabarán de operar la transformación de Gabriel en su homónimo arcángel justiciero. Para ello llevará a cabo una limpieza del monasterio de las fuerzas malignas que los culpables han traído consigo, a fin de restaurarlo a sus legítimos habitantes y darle paz a Sofía. Su propia sangre será el vehículo redentor. “Siempre la dejo correr un poco, me hace sentir más limpio”, le responde al padre, cuando este le pregunta por qué no se seca la sangre que le cae de la nariz. Con ello, el sacrificio de las vidas, a manos del ángel vengador, tendrá el poder de redimir a los mártires que perdieron su paraíso y de darle a Sofía esa “segunda oportunidad para vivir” desde las aguas del río donde lo espera.
Una vez que Débora se ha ido, ante la frustración de no poder ayudar ni a Gabriel ni a Gregorio, y al este traer a vivir a la casa a la amante, el destino de los tres queda sellado. A partir de aquí, el poder de los arquetipos para contener la autodestrucción de Gabriel se difumina en los cuadros donde se develan las estrategias llevándolo a cumplir su destino: el asesinato por agua y electricidad del padre y por envenenamiento, corroyendo por dentro a la amante de este, su madre sin él saberlo, quien como Sofía se precipita al vacío pero desde el tejado, en un plano picado a Gabriel, mirándola sin ayudarla, encuadrado cual ángel victorioso.
La pérdida como carencia, en un presente vacío de sacrificios y un futuro donde las dialécticas del corazón responden al encuentro con la única madre que ha conocido, activa las últimas acciones del muchacho: la extracción del feto de la madre muerta y su lanzamiento con él al río. Allí le espera Sofía para abrazarlo desde las profundidades del agua y de su perturbadora necesidad de posesión a fin de reafirmarse como la auténtica madre, si no biológica, sí factual.
Aquí, la inserción de la “Berliner Mass” de Arvo Part para la banda sonora tiene, en palabras del cineasta, las connotaciones de lo “Divino” y del “amor maternal, quizás la imagen de la Virgen María”; con lo cual se refuerza el subtexto religioso que el argumento desconstruye. Ello le permite al espectador llenar, con sus propios prejuicios, los blancos que la película ha dejado abiertos: incesto, sadismo, homosexualidad, extorsión, chantaje; cual piezas de un fresco que no encontrará quien lo restaure.
La perspicacia del realizador para desbrozar lo velado y clandestino, existente en este retrato de familia esbozado al interior del imaginario católico, es probablemente lo más atrayente de Vuelve, más allá de los mecanismos propios del thriller y el drama psicológico puesto a estructurar el guion. De manera similar, la presencia constante de dicho imaginario, con todas sus obsesiones y exaltaciones, invita a la reflexión en una contemporaneidad poco conducente a ello pero que, en el ritmo pausado de esta película, recupera la importancia de ver, meditar y cavilar acerca de la solidez, o no, de los lazos familiares. Unos lazos teñidos de un misticismo excéntrico y desvirtuado por fanatismos, producto del daño psicológico sufrido por sus integrantes, al interior de un contexto, inocente en apariencia, pero que resultará mortal.
El hecho de que la acción se desarrolle en un lugar conducente a la introspección y el examen de conciencia, en cierto modo guía al espectador hacia un misticismo, no exento de crueldad, lo cual sacude las creencias y derriba muchas de las defensas íntimas que, como los muros bajo los cuales quedaron sepultados los primeros monjes, ocultan lo irrepresentable y diseccionan los principios cristianos sobre los cuales se sostiene la “buena sociedad”, siguiendo con horror la descomposición del grupo familiar del film, pero que igualmente se verá en la obligación de examinarse para ver dónde está el propio deterioro y empezar a repararlo.
La doble moral de la Iglesia, se trasvasa en Vuelve a la sociedad en conjunto mediante las actuaciones de personajes sujetos a sus normas, cual sucede con Sofía y Gabriel, o expulsados de ellas, como ocurre con Gregorio; si bien en ningún caso pueden escapar a las mismas. De hecho, la influencia de esta Institución en todos los sectores de la vida nacional, quiérase o no, muchas veces la posiciona por encima de la religión per se, especialmente en sus acciones erráticas, injustas o complacientes amparada por el dogma de que la única justicia reconocida proviene del más allá.
Pero en esta contemporaneidad definir ese más allá, es decir, lo trascendente o lo definitivo, ontológicamente hablando, conlleva una racionalización de la cual la Iglesia no comulga, porque ello implicaría poner en entredicho verdades absolutas y modificar códigos milenarios inamovibles. Y, por encima de todo, conllevaría una debilitación y pérdida de poder hoy cuando las sectas cristianas, más flexibles y complacientes, atraen hacia su campo a los feligreses formados en la Iglesia tradicional, pero que se sienten descontentos o en shock ante los abusos sexuales, malversaciones económicas y componendas políticas expuestos por los medios de comunicación y hechos virales en las redes sociales.
Nadie duda que vivimos tiempos peligrosos para las libertades individuales en colectividades tradicionalmente abiertas, lo cual es preocupante pues se va reduciendo el número de países plenamente democráticos donde la libertad de expresión es un derecho inamovible. Silenciar la disidencia resulta ser una práctica universalmente extendida a todos los niveles de la sociedad; de ahí que la Iglesia católica, con una larga historia de represión y manipulación, haya podido tapar escándalos y corrupciones que, gracias a la presión de la sociedad civil y el uso de las nuevas tecnologías, están siendo discutidos y castigados por las leyes contenidas en el Código penal.
El poder, no obstante, de una entidad con muchísimo tentáculos y seguidores, especialmente en Hispanoamérica, sigue garantizando la impunidad de quienes operan fuera del redil, amparados por el secretismo del sistema y un halo de santidad fomentado por los feligreses quienes, en ocasiones, han sido víctimas de tales maquinaciones y siguen sujetos a la influencia y manipulaciones de la misma.